En lo de la Lotería hay una inextinguible rivalidad entre catalanes y madrileños, un tema poco estudiado. Un madrileño es aquel que piensa que el Gordo cae siempre en Barcelona (un teorema que muy probablemente tiene su recíproco). La ausencia de ese estudio clama al cielo. Bastará con constatar que la lotería es la única institución que se sigue llamando nacional sin que a nadie se le haya ocurrido ni modificar el nombre ni pedir su trasferencia, y eso que fue una innovación nítidamente borbónica, un ejemplo eminente de lo populista que puede ser un buen déspota ilustrado.
La actitud del público ante la lotería sirve muy bien para hacerse una idea de lo que se espera del Estado, a saber, que sea un mágico benefactor. La idea es tan bella que Zapatero, un hombre de recursos, sin duda alguna, está actuando como un buen lotero, repartiendo parabienes y fondos a discreción entre los más necesitados (o los más insistentes) solo que, para evitar las distorsiones que introduce el azar, lo hace a dedo y sin dejarse llevar por los prejuicios, de manera que ha empezado por los banqueros para que no se diga que es un socialista insensible a la igualdad de todos ante la ley.
Es posible que a Zapatero se le olvide la regla de oro de cualquier lotería: que no se reparta más de lo que se compra para que la lotería le toque de verdad al que la organiza. Zapatero piensa que resulta imposible faltar a esa regla dado que los que compramos somos todos los españoles cuando pagamos impuestos, aunque el gobernador del Banco de España le ha dicho al oído que la cosa puede acabar mal porque la crisis puede ser más larga que su mandato.
De todas maneras la crisis tan honda que nos hunde a catalanes y a madrileños seguramente habrá hecho que el dinero gastado en este juego haya disminuido este año, un dato que se nos ocultará, muy probablemente, para no causar mayor desasosiego y para evitar poner en riesgo nuestro bien acendrado patriotismo.
[publicado en Gaceta de los negocios]