Siempre he creído que una de las diferencias más notables entre Madrid y Barcelona es la categoría de sus alcaldes. Un político de primera nacido en la Ciudad Condal puede tener como su mayor aspiración la de ocupar uno de los dos edificios de la Plaza de San Jaume, mientras que, para un madrileño, la vocación municipal ha solido ser un desvío vecinal.
Ahora, por el contrario, los madrileños tenemos, por primera vez en muchos años, un alcalde con pretensiones de figura. Yo soy de los que preferirían un alcalde menos ambicioso y un poco más atento al vecindario.
Ruiz Gallardón es acusado frecuentemente de faraónico por las gentes a las que no les cae muy allá, por decirlo suavemente, pero bajo el amparo de sus siglas, el alcalde madrileño ha obtenido mayorías envidiables y no parece sentirse atosigado por las críticas que, muy probablemente, atribuye a las envidias.
Sea como fuere, Ruiz Gallardón se ha propuesto que Madrid no deje de cambiar y no se ha limitado a arreglos de fondo que nadie discute, sino que se ha lanzado a una reinvención de Madrid que puede no ser de interés de los madrileños. El alcalde parece haber puesto sitio a lugares que para muchos están en perfecto estado de revista y lo hace como si le interesase mucho más el buen estado de las tuneladoras que las ganas de vivir en paz de la mayoría de los vecinos de la Villa y Corte. Poseído de esa furia reformista está dejando la calle de Serrano, un paisaje urbano del que todos los de aquí nos sentimos orgullosos, convertida en un escenario de pesadilla, en una avenida moribunda de ciudad en guerra. A mi parecer se trata de un capricho inexplicable, sobre todo cuando el Ayuntamiento trata de convencer a sus proveedores de que un plazo de pago de 800 días puede resultar razonable.
Las manías del Alcalde las pagamos caras los madrileños: dudo que nadie hubiese dado su voto al traslado de la alcaldía al palacio de la Cibeles de conocer la factura inicial o de que haya quien esté dispuesto a endeudarse para mejorar (¿?) el paseo de Recoletos.