El arbitrismo

La historia del poder político en España, tal vez con más sombras que claros, ha sido el caldo de cultivo de un tipo de crítica que ha recibido el nombre de arbitrismo. Una de las primeras referencias al arbitrismo se encuentra en la literatura política de Quevedo que se burla de los «locos repúblicos y razonadores» que, ante un panorama desastroso pergeñaban remedios supuestamente sencillos e infalibles, pero perfectamente inanes. La incongruencia entre el análisis de los males, y los efectos de los remedios, es el rasgo principal del arbitrismo que, en el fondo, supone la pura y simple negación de la política y del gobierno.

El arbitrismo es el lamento de las gentes que ven las cosas mal, y creen que nadie hace nada: recurren entonces a su magín para tratar de resolver los asuntos por las bravas. Esta forma de arbitrismo es inevitable y, al tiempo, perfectamente inofensiva. Lo peculiar es que ahora el arbitrismo se ha instalado en el Gobierno lo que, considerado con el buen sentido residual del público, no hace sino potenciar el más negro de los pesimismos. La gente sabe bien que los ciudadanos se pueden permitir las salidas de pata de banco, porque todo queda en un desfogue sin consecuencias, pero siente la tenaza del terror en torno a su cuello cuando ve que un ministro propone cambiar las bombillas, o que el gobierno recurre a resolver el problema del aborto convirtiéndolo en un derecho inalienable.

El gobierno de Zapatero ha vivido políticamente, desde sus comienzos, de los efectos de imagen de un insólito arbitrismo gubernamental. Un gobierno arbitrista es una contradicción en los términos, pero si el panorama es soleado puede confundirse con un gobierno milagroso. Así, mientras duro la cara amable de la economía, el arbitrismo de ZP era visto como un ejercicio poético relativamente tolerable. Daba lo mismo que el gobierno perdiera el culo gallardamente saliendo de Irak (se trató de dar medallas al jefe de la operación) o que se propusiera una célebre alianza de confusiones. Todo iría bien mientras la fiesta continuase. Y así cayeron sobre nosotros las leyes de dependencia, el bachillerato sin exámenes, los 400 euros o las subvenciones hasta para pedirlas.

Pero ha llegado la plaga de las vacas flacas, y ZP sigue en sus trece. La gente tiene miedo, sencillamente, y su comportamiento puede ser imprevisible: tal vez reaccione con valor y coraje, y arrase todo ese absurdo retablo de las maravillas, pero nadie sabe a ciencia cierta por dónde tirará. El PP debería de tomar nota de este estado líquido de la opinión y apresurarse a poner toneladas de buen sentido y precisión en sus actos y propuestas, porque, de lo contrario, el hartazgo se puede llevar por delante todos los diques.