El paisanaje

Decía Josep Pla que en España lo único que no falla nunca es el paisaje, elogio que implica desengaño del paisanaje. Me viene a la memoria el recuerdo de Plá siempre que asisto a un episodio de entusiasmo popular como los que él retrató, de una manera distanciada y magistral, con motivo de la proclamación de la II República.

La democracia española ha merecido entusiasmos bastante continuados, pese a que ahora deje mucho que desear; es muy frecuente sentir la tentación de cargar las culpas de los fracasos a una clase política que, como es evidente, ni siquiera hace grandes esfuerzos por parecer mejor de lo que es. Pero es un engaño: tenemos los políticos que nos merecemos, y no los tendremos mejores mientras no nos esforcemos por conseguirlos, mientras no seamos mejores, cada uno en lo nuestro. Por eso me parecen especialmente graves las renuncias de tantas instituciones a ser lo que deberían ser, las defecciones de la Justicia, de la Universidad, de la Prensa, de los sindicatos y, por supuesto, de los partidos políticos.

Cuando nos indignamos del ridículo internacional de la retirada, o no, de Kosovo, por ejemplo, deberíamos pensar que esa imagen de país listillo, picajoso y malqueda no está demasiado lejos de la imagen que damos en otros muchos aspectos. Hace poco uno de los grandes periódicos internacionales hablaba de la tendencia al bizantinismo de la política española, subrayando nuestra infinita capacidad para discutir por las cosas más tontas, olvidando lo que de verdad interesa. Tenemos ahora, por ejemplo, más de tres millones de funcionarios, cinco veces más que hace treinta años, sin que nadie pueda decir que las cosas funcionan cinco veces mejor, pero a nadie parece importarle. La atención se centra en otras cosas. Llevamos varias semanas en que en las portadas de los periódicos, así les va, sigue saliendo el mismo crimen, un suceso en el que la policía ha hecho, desde luego, un papelón; vemos cómo muchos periodistas, en lugar de trabajar la noticia aunque disguste a los amigos, se convierten en jueces y en fiscales partidistas, tal vez para compensar el número de jueces que ofician de cosas enteramente ajenas a lo suyo. Tenemos un ejército que está dispuesto a lo que sea, menos a pegar un tiro, Zapatero los ha convertido en bomberos, y asistimos luego al desfile para ver unos tanques y unos aviones enteramente inútiles y extraordinariamente caros, pero eso llama menos la atención que una capitana embarazada o un sargento sarasa.

Causa sonrojo ver el nivel de conocimiento de nuestros estudiantes, pero seguimos pensando que en la educación se ha mejorado mucho, seguramente porque más de un conocido constructor y/o editor se ha hecho de oro a base de planes y edificios escolares. Así, no tiene nada de particular que muchos tengan por normal que un juez casi haya ido a la cárcel por prevaricar, aunque no se pueda saber cómo lo ha hecho, mientras que otro puede cobrar un pastizal por dar unas conferencias que generosamente le organiza un Banco al que casualmente libera, poco después, de una incómoda querella, sin que nadie sospeche nada. Somos tan listos, que hemos aprendido a distinguir lo que se nos manda y a confundir lo que nos conviene.

Con una opinión pública con tales tragaderas, es absurdo esperar que la democracia produzca grandes frutos, que mejore la calidad de nuestra administración o que promueva la libertad, la decencia y la igualdad ante la justicia. Hemos confundido la democracia con la lucha de partidos, y esta competencia con el puro “y tú más”; hemos aprendido a defender a los que tenemos por nuestros, por más que se haga evidente que son muy suyos, aunque sean resonantes los motivos por los que habría que darles, como mínimo, una jubilación urgente. Nos consolamos con votar al menos malo, sin hacer nada para que mejore, porque hay muchos que todavía están esperando el maná, a pesar de que es evidente que las Haciendas están tiesas.

Aquí hay gente que trabaja, y otros que miran cómo trabajan los demás, con el agravante de que muchos de estos pretenden que los primeros les pongan un sueldo, cosa que, aunque parezca increíble, sucede de continuo. Hay que reconocer que hace falta habilidad para lograr esa clase de sinecuras, pero ya me dirán cómo se ha llegado a los tres millones. Esperar de esta compañía el remedio de algo, es excederse en la ingenuidad, de manera que habrá que empezar a pensar en cómo frenar esa carrera para repartir mejor la carga. Hay hábitos que están muy bien para los carnavales y para los malos dramas de nuestro cine, pero que son completamente disfuncionales para superar las dificultades con las que estamos empezando a tropezar. Va a ser difícil encontrar políticos que le quieran hincar el diente a una pieza tan amarga, pero solo saldremos de esta si estamos dispuestos a esforzarnos, a dejar de pensar por cuenta ajena, a trabajar duro, a perder el miedo a decir cuatro verdades, aunque se irrite una parte del respetable.


[publicado en El Confidencial]