Con ojo certero, el presidente del gobierno ha querido hacerse cargo de la cartera de Deporte para estar lo más cerca posible de los que pueden darle alguna alegría en el futuro inmediato. No se trata de una estrategia de ocasión; el presidente nos conoce bien, es uno de los nuestros; no es un alto funcionario, ni un capitán de empresa, ni un científico, ni tampoco un erudito, especies raras en nuestros lares, sino que es un hombre corriente a más no poder, y sabe que esa vulgaridad bien llevada, juega un papel importante en nuestra democracia. No es, por ejemplo, un gran orador, pero gesticula como el que más, y ha sabido convertir en mercancía de estado esa frivolidad tertuliana que es tan característica de nuestras tierras; no sabe una palabra de economía, pero eso en España es un título muy preciado; no tiene una gran cultura, ni ha demostrado otra cosa que habilidad para vadear el río, algo que, en una España capaz de dedicar cátedras al toreo, tiene un mérito extraordinario, el de parecerse más que nadie a casi todo el mundo.
Zapatero va a jugar a fondo con las ganas de vivir bien que tenemos y con nuestra manera, entre senequista y mema, de poner al mal tiempo buena cara, y de tener alguna ocurrencia a punto cuando las cosas se ponen feas. Como aquellos césares romanos que conectaban directamente con el pueblo y dejaban al Senado entregado a sus intrigas, ZP pretende tener hilo directo con la gente a base de populismo, emoción y promesas sin cuento. Para él, y para quienes le secundan, el panorama siempre está a punto de aliviarse porque está seguro de nuestra capacidad de encaje, de que los parados tienen familia, de que siempre habrá alguna chapuza que hacer para que la sangre no llegue al río, porque la gente no tiene ganas de llorar. Mientras tanto, se dedica a llamar cenizos, aguafiestas y antiguos a los que creen que abundan más las hormigas que las cigarras, siempre encantadas de conocerse.
Esta contraposición entre bonhomía cazurra y sabiduría sombría puede dar todavía más de un disgusto a los estrategas del PP. Aquí son muchos los que admiran al que sabe vivir del cuento: una inmensa mayoría entre los que consideramos personajes populares, algunos de ellos auténticos virtuosos que se asoman día tras día a las televisiones procurando el pasmo continuo, y cierta envidia, del respetable. A los teóricos de la democracia les podrá extrañar que una dialéctica de vendedor de crecepelo pueda tener un éxito tan continuado, pero la política es así, y algunos ya deberían haber aprendido la lección. Pero mientras a ese tipo de discurso, por llamarlo de alguna manera, se le oponga solamente un tono de reprensión, la gente puede preferir el salero a la filípica, entre otras cosas porque ya le ha dicho un amigo que esto no hay quien lo arregle y es preferible tomárselo con calma.
[Publicado en Gaceta de los negocios]