Desde que a Garzón se le escaparon, de manera inexplicable, algunos detalles, más o menos picantes, en relación con los trapicheos de ciertos personajes vinculados con el PP, y de eso hace ya unos cuantos meses, esta trama de corrupción política no cesa de reclamar un lugar al sol. Sin embargo, los efectos de este asunto no parecen haber estado, ni seguramente lo estarán, a la altura de las ilusiones de quienes han hecho todo lo posible por inflarlo, aunque lleguen a ser numerosos los daños colaterales. Sea de ello lo que fuere, me parece que el caso, en su conjunto, merece una reflexión porque señala una serie de lacras realmente graves que, más allá de la peripecia singular, deberían darnos que pensar.
Para empezar, parece evidente que el PP no posee los medios adecuados para garantizar un alto nivel de honorabilidad en el conjunto de sus cargos públicos. Es cierto que el número de los afectados es muy pequeño en relación con el número total de militantes e, incluso, en relación con el conjunto de los cargos electos, pero, aun así, es bastante llamativo que no se haya cortado antes con algunas personas que no parecen aportar otra cosa al partido que conductas alarmantemente sospechosas. Esto ilustra bastante acerca de la endeble naturaleza de los partidos, una organización que tiende a confundirse con la trama de intereses particulares de sus dirigentes, y de sus respectivas familias. Cuando los partidos defienden a los suyos, no es que estén comprometidos con la defensa del principio de presunción de inocencia, cosa de la que ni se acuerdan cuando señalan a los adversarios, sino que están defendiendo la trama corporativa que les hace fuertes frente a los demás, frente a quienes pudieran aspirar a relevarlos, en primer lugar.
Este corporativismo hace miopes y antipáticos a los partidos, porque el público deja de percibirlos como instrumentos de renovación social, y los considera como meras bandas de mutuo provecho. Cuando una organización pierde de vista su función social, y los principios de los que deriva su legitimidad, para convertirse en un sindicato, no solo se corrompe, sino que se está condenando al desastre. Es lógico que la dirección del PP quiera defender a quienes considere inocentes e injustamente atacados, pero sería muy deseable que pudiera estar en condiciones de asegurar que lo que defiende merece la pena.
Sobre la deseable independencia de la justicia sería ocioso decir nada; en este, y en otros muchos casos, la periodización de las noticias, obtenidas por periodistas aguerridos y con métodos de investigación que dejarían como chapuceros a los chicos del Watergate, ha sido escandalosamente sincrónica con los intereses electorales. El PSOE cree necesitar de esta clase de procesos, porque pretende lavar su mala conciencia con el poco imaginativo procedimiento de diseminar la corrupción. Ha sido tal la confianza depositada en este asunto por parte de los socialistas, que no cayeron en la cuenta de un descuido cinegético, sin el cual pudiera ser que el juicio público acerca del caso hubiese sido mucho más severo. Pero se pilló a los intrigantes con las manos en la masa, y se vino abajo el tenderete. Ahora todo está en manos del Supremo, y habrá que confiar en que empiecen a manifestarse algunos síntomas de objetividad, clamorosamente ausentes hasta hace bien poco.
Tal vez el asunto de mayor trascendencia sea el que resulta menos aparente. El caso es que los dos grandes partidos parecen prisioneros del síndrome de la personalización de la política, y corren el riesgo de reducir sus actuaciones al acoso del contrario. La cosa puede marchar más o menos del siguiente modo: si tú me sacas lo de Chaves, el fiscal puede darse cuenta de que había sido poco riguroso al enjuiciar la conducta de Luis Bárcenas, y así sucesivamente. Cada día traerá su afán, y, en medio de la reyerta, perdimos a don Beltrame. Enfurecidos con el ataque y la defensa, los partidos se encastillan cada día más, y olvidan de que nos gustaría que hablasen un poco más de nosotros y un poco menos de sus cuitas, gastadas, aburridas, increíbles. No toda la política puede reducirse a demostrar que el contrario sea corrupto, ni siquiera aunque cuando lo fuese. Los partidos pueden llegar a pensar que los españoles estamos encantados de que monopolicen la democracia y que, por consiguiente, les concedemos un amplio margen de confianza para que se enfrenten en contiendas de diverso pelaje, aunque la economía se hunda, la justicia apeste, o la educación sea de traca. Por lo visto, hay quienes piensan que es más interesante averiguar si el señor Bárcenas pagó correctamente sus impuestos, que discutir inteligentemente sobre cómo arreglar cualquiera de los casi infinitos asuntos en que las cosas han empezado a ir rematadamente mal. Está claro que algunos estrategas nos toman por tontos irremediables, y que, como dice el Martín Fierro de los teros, en una parte pegan los gritos y en otra ponen los huevos.
[Publicado en El Confidencial]