Algunos comentaristas se han referido al proceso de Camps preguntándose con asombro si es que, tras su muy probable condena, se va a elevar el nivel de exigencia ética en el ejercicio de la política. Se trata de una observación cínica y conformista a cuya lógica es seguro que no conviene ceder. El cinismo suele apoyarse, casi siempre, en lecturas de la realidad bastante sagaces, pero, al menos en este caso, lo que me parece que habría que preguntar es si acaso se pretende aprovechar la oportunidad para deteriorar todavía un poco más el nivel de desprestigio, y el hedor a chapuza interesada, que rodea a tantas actuaciones de la Justicia. Porque no parece probable que se pretenda directamente que los políticos no deben ser juzgados por nadie, es decir que los jueces deberían mirar siempre para otra parte, como han hecho muchos de los más encumbrados, cuando un poderoso se vea inesperadamente llevado a su presencia. A mí, por el contrario, me gustaría poder decir lo que aquel molinero bávaro del siglo XVIII: “¡todavía quedan jueces en Alemania!”
Es bastante evidente que una buena parte de los políticos, en especial los que han conseguido una mayor permanencia en sus respectivas poltronas, han cometido tropelías de peor jaez que la supuestamente cometida por el actual presidente de la Comunidad Valenciana. Pero la cuestión no es esa, aunque también debería de serlo. La cuestión es, más bien, que no parece haber argumento alguno para pedirle a un juez que aparte la vista de lo que le han puesto delante, en espacial cuando lo que está en juego afecta a principios fundamentales de la ley, tales como que la ley no admite excepciones o que la mentira no es tolerable, independientemente de quién sea el que trate de refugiarse tras ella cuando media prueba en contrario.
Que el señor Camps sea bastante más honrado que una buena mayoría de personajes que se le ocurren a cualquiera y que haya sido objeto de una persecución deliberadamente mal intencionada y de designio político evidente en la que no se han escatimado los trucos y los atajos para ponerle a los píes de los caballos, no le otorga la posibilidad de pasar por encima de la ley, aunque sea en cuestión mínima. Tampoco sirve para librarse de la ley ordinaria el que los valencianos pudieran desearle una magistratura eterna. ¡Qué se le va a hacer! Si el juez le condena, es hombre muerto para la política.
El PP haría mal en empecinarse en una defensa sin posible argumento y haría bien en aprender del caso cualquiera de las múltiples lecciones que se puedan extraer de él. Los españoles debiéramos alegrarnos de que, aunque sea por una vez, la justicia igual para todos resplandezca por el Levante. Y no habría que descartar que, una vez puestos, cundiese el ejemplo. La mejor manera de evitar la mentira es no hacer nada que nos induzca a decirla.
[Publicado en Gaceta de los negocios]