Es difícil discutir que Desgracia, la novela de J. M. Coetzee sea una de las mejores de cuantas se han publicado en los últimos años. Su lectura resulta, en mi opinión, una experiencia desgarradora, es dura, brutal. Es muy difícil no quedarse cavilando largo rato tras leerla, porque parece que se ha vivido lo que se ha imaginado con su lectura. Ahora acaba de hacerse una película sobre ella, lo que nos brinda la oportunidad de comparar dos narraciones distintas de una misma historia. La película está bien, pero carece de la fuerza de la novela. Me temo que se trate casi de una ley general: cuando se ve en la pantalla un relato realista de un personaje literario, y, más en general, de una historia, se experimenta una especie de descenso en la densidad de lo conocido, y un incremento análogo en detalles que pueden desdibujar el relato que creímos haber leído. Me temo que eso es precisamente lo que pasa en este caso: una historia tremendamente honda adquiere cierto aire costumbrista que no aparecía por parte alguna de la novela.
La traducción a cine de un relato escrito pudiera resultar con ganancia en alguna ocasión, pero resulta difícil cuando se parte de una obra de grueso calibre. Se suele citar al respecto el caso de los Quijotes de celuloide, absolutamente incomparables con su modelo escrito. Hay casos inversos, sin embargo; Blade Runner me parece el más notable, porque Ridley Scott acertó a hacer una película que mejora la estimable novela de Philip K. Dick.
Desgracia, la película, pasará sin pena ni gloria por las pantallas, mientras el libro seguirá muchos años siendo una de las novelas que mejor refleje nuestra época. Quizá uno de los errores del film haya sido contar con un actor de gran categoría como protagonista, una opción que tiene siempre sus riesgos. Cuesta trabajo creer al profesor David Lurie bajo el aspecto de John Malkovich, un gran actor en cualquier caso, pero me parece que el problema es más de fondo.