Una muerte de cine: ¡hasta la vista mirlo blanco!

La muerte de John Dillinger se produjo a su salida de un cine, acribillado por los hombres de Melvin Purvis, el agente escogido por J. Edgar Hoover para dar sus primeros pasos hacia la cima del poder político al frente de una agencia de la que luego surgiría el FBI. Hoover, que presidió el FBI hasta su muerte en 1972, llegaría a ser un personaje decisivo en la política norteamericana, y la captura de Dillinger, a cualquier precio, fue una de sus primeras grandes bazas.

Según la película de Michael Mann, el director de Enemigos públicos, Dillinger acababa de ver, precisamente, Enemigo público nº1, la película de W. S. Van Dyke y Clark Gable, cuando fue traicionado por una madame al servicio de la mafia. Dillinger, ya en el suelo, y a punto de morir, encargó a uno de sus captores, que le diese un mensaje a su novia (“¡Hasta la vista mirlo blanco!”), una chica que escogió de manera casual una noche cualquiera; Michael Mann se sirve de este artificio para expresar toda la nostalgia de decencia y de pureza que habita en el corazón del héroe proscrito, del individualista americano que solo se fía de sí mismo y de sus amigos. Mann ha intentado retratar a Dillinger creando un personaje polifacético, capaz de ser violento y cruel siempre que fuese necesario, pero con un fondo de inocencia, con un anhelo de libertad y de paz siempre pospuesto y, en el fondo, imposible.

Michael Mann recrea algunas de las situaciones que dibujó con mano maestra en Heat al contarnos el romance entre Neil McCauley y Justine Hanna, maravillosamente interpretados por Robert de Niro y Amy Brenneman para imaginar la relación entre John Dillinger (un buen papel de Johny Deep) y Billie Frechette (interpretada por la actriz francesa Marion Cotillard). Michael Mann no es lo que se llamaría un cineasta político, sino un gran director de acción, pero no renuncia nunca a poner unas gotas de épica y, por tanto de política, en su cine. El retrato de Hoover, el de Purviss y el de los mafiosos, que hacen lo que puede por la caída del gran individualista, está hecho con toda intención, no es nada difícil ver lo que Mann prefiere.

No es la primera vez que Dillinger se asoma a las pantallas y los cineastas han solido recoger ese aire de leyenda urbana que, al parecer, siempre le acompañó. La épica de los gangsters se ha hecho, desde el punto de vista del cine, con la lección del Oeste bien aprendida, y las películas de Mann, siempre dignas, recuerdan con frecuencia la mirada de Ford. En un mundo en el que todo se reduce a organizaciones y poderes anónimos, la simpatía de Mann por los personajes atípicos, por los héroes a contrapelo es evidente y su Dillinger es uno de ellos. En estas épocas en las que ver buen cine es una rareza, la cinta de Mann, sin ser una cumbre, alivia un tanto la horrible sensación de nostalgia, el temor a la muerte de algo más que un género.