El árbol del poder

En una de las mejores novelas de Pío Baroja, El árbol de la ciencia, Andrés Hurtado, su protagonista, un trasunto del propio escritor en los años previos al desastre de 1898, dice lo siguiente: “La política española nunca ha sido nada alto ni nada noble”. Me acordé inmediatamente de esta sentencia tan pesimista al conocer, reconozco que atónito, las declaraciones de uno del alter ego del alcalde de Madrid, a propósito de Esperanza Aguirre y loando, supuestamente, las virtudes “del partido de Mariano Rajoy”. Esta especie de portavoz del ventrílocuo alcalde acaba de proferir una de las expresiones más brutales y zafias que haya visto jamás en la política española, no tanto por la forma, impropia, en cualquier caso, de un caballero, como por la obscenidad con que pone de manifiesto lo único que parece preocuparle. El vicealcalde no usa su voz para tratar de explicar nada a los madrileños, a esos pacientes vecinos que van a soportar el déficit delirante en que ha incurrido su gobierno, que han de afrontar una subida de impuestos y que son brutalmente cazados por la legión parapolicial que se dedica a multar por cualquier causa y sin el menor arrobo, sino que se suelta el pelo para insultar gravemente a la persona que le ganó limpiamente las elecciones en el PP madrileño.

El auténtico y cobarde autor de la entrevista no parece tener los modales de su kamikaze y, como se reserva la escasa inteligencia del caso, recomienda, more jesuítico, que se lea la entrevista con calma para reconocer la magnificencia de la idea que la alumbra. La cosa no tendría otro interés que el anecdótico, de no poner dramáticamente de manifiesto dos cosas realmente graves, una de carácter general, y otra sobre el PP.

Sobreabundan en la derecha los políticos a los que lo único que importa es el poder, y el dinero que siempre acompaña, y se pueden reconocer por sus modales, por cómo tratan a quienes tienen por súbditos. Una forma segura de identificarlos es su lenguaje: hablan “del partido de Rajoy” como antes se hablaba de “la España de Franco”, como pudieran hablar “del polígono de mi padre”, o de “las fincas del abuelo”. Son políticos que creen en la propiedad, y que no soportan a los rivales, sobre todo si les han sabido vencer. En cuanto a ideología, son de lo que se lleve, de lo que más venda, y lo mismo pueden defender la unidad de España que la independencia de Cartagena: siempre lo que convenga.

La deposición del sustituto ha puesto de manifiesto, de forma dramática, que en una parte decisiva de la dirección del PP se ha renunciado a algo distinto del mero paso del tiempo. Por muchas que sean las diferencias que se tengan con Rajoy, no se puede menos que sentir simpatía ante los arrumacos que le prodigan estos elementos. ¡El partido de Rajoy! ¡Ja, ja! Habría que leer, más bien, “cómo pienso comerme a Rajoy mientras parece que combato el nacionalismo madrileño”, un epíteto, que, por cierto, parece salido de las covachuelas del viejo fascismo refugiadas en el estéril posibilismo de Fraga y de los suyos, repletas de personajillos cobistas y violentos que parecen ver ahora la posibilidad de lograr, por fin, el asalto al árbol del poder.

Independientemente de los méritos y deméritos de Aznar, habrá que anotar en su favor que esta suerte de matonismo político de la vieja derecha estuvo absolutamente sometido durante sus años de mandato, algo que nunca le perdonarán quienes creen todavía que el PP se entregó a unos débiles de centro y, tontos como son, aspiran ahora a que el público se crea que ellos son el centro, que ellos son la modernidad, que ellos son los dueños de la mayoría silenciosa, porque ellos son ellos, y parece ser que Cobo lleva la cuentas.

Imagino que Rajoy, en su tradicional laissez faire, laissez passer, dejará que este episodio indigno se borre de la memoria del público, tal vez a la espera de peores noticias. No sabe bien hasta qué punto se equivoca. Montado en un liderazgo débil a la espera de ganar a un líder esperpéntico que le hubiera dado la legitimidad verdadera para mandar en el PP, ha visto cómo el rival le ha robado la cartera. Si piensa repetir la jugada, y cree en la lealtad de los que le proclaman suyo, pasará a la historia varias líneas por debajo de Hernández Mancha, no sé si se acuerdan. Todavía está a tiempo de rectificar, de poner orden, de apurar todo el pus aún oculto de Gürtel y convocar un Congreso en el que el PP pueda decidir por sí mismo lo que realmente quiere. Podrían quererle incluso a él, si diera muestras de que empieza a interesarle la política. En caso contrario puede ir pensando en otorgar el cetro hereditario a Gallardón, y una buena recompensa a su mamporrero, porque esa será la única manera en la que el alcalde pueda hacerse con el partido de sus sueños, con la AP de siempre, sin principios, sin ideas, con los títulos de propiedad bien sujetos en la cartera, y con sus cerca de seis millones de votantes, tal vez algunos menos.

Publicado en El Confidencial]