[Estación de Valencia-Fuente San Luis]
Los que peinamos canas recordamos las escenas de Franco entrando bajo palio en las catedrales, un singularísima muestra de respeto y de autoridad, un gesto solemne. Se trataba de una muestra más de una de las más viejas características de la cultura política de los españoles: la veneración de la pompa y el boato, la sumisión al poder.
Dígase lo que se diga, entre nosotros, el poder siempre ha gozado de buena imagen porque en nuestra cultura barroca cuentan más las palabras que los hechos, los títulos que el saber, los diplomas que la realidad. De una u otra forma, en España el poder político siempre se muestra bajo el palio, nunca a la intemperie.
Muchos pensábamos que eso habría de cambiar con la democracia, pero no ha sido así. Lejos de que los órganos de la opinión pública aprendiesen a ejercer de vigilantes del gobierno se han convertido, casi siempre, en turiferarios, han competido por el favor del que manda y se han comprometido a explicar lo mejor que puedan hasta sus más íntimas querencias. Cuando a ZP se le ocurrió la memez aquella del talante, un coro amplísimo de comentaristas hizo suyo ese hallazgo, sin ninguna ironía.
Pensaba en estas cosas días atrás en un tren camino de Murcia, una de las provincias traidoras al régimen, mientras comprobaba, no sin pasmo, la estupenda acogida que tenían las palabras del ministro de Fomento en Zaragoza asegurando la futura realización de una línea de alta velocidad entre Valencia y la costa norte. Hasta el presidente de Cantabria se felicitaba de la ocurrencia del gallego diciendo que para su región era “un día histórico”. El proyecto de una línea férrea entre Valencia y el mar cantábrico es uno de los grandes fracasos de nuestra historia ferroviaria, una utopía con 130 años a sus espaldas. Ahora lo resucita un ministro ingenioso y concita el encomio de plumillas y reyezuelos de taifas. Cuando se aplaude un mero tren de papel como si fuera, de verdad, una línea de alta velocidad, ¿quién necesita palios?