La innovación puede esperar

Nos habíamos hecho a la idea de que la ciencia y la innovación habían encontrado su lugar entre nosotros. Los presupuestos públicos habían empezado a dedicar al fomento de esa cultura una modesta partida presupuestaria, pero las cosas pintaban bien. En estas, llegó la crisis, esa crisis en la que no creía ZP, y el Gobierno le ha pegado un bajonazo a la partida que la ha dejado con las vergüenzas al aire.

Es uno de esos gestos que explican más que mil teorías: al gobierno le parece que eso de la innovación puede esperar, que de momento ya vamos bien con la imaginación que tenemos. Por eso los presupuestos no han sido cicateros con el cine, por ejemplo, porque ahí si hay imaginación de la buena, y al servicio de una causa verdaderamente sólida y tangible, a saber, la progresía universal, la doma del intolerante y el diálogo de las civilizaciones. Fijémonos, por ejemplo, en Almodóvar, en su capacidad para hacer cada vez una película distinta sin que sus acérrimos admiradores den síntomas de cansancio. En cambio los científicos llevan décadas con el cáncer, con la malaria o con los nuevos materiales, y repiten una y otra vez los mismos experimentos, sin que el gobierno pueda apuntarse ningún tanto.

¿Innovación? De entrada, no. Sigamos a lo nuestro, con lo que sabemos hacer bien: los planes E, la cultura de la masturbación, abriendo nuevas vías en materia de rescates, perfeccionando los métodos de registro del paro; adelante, en fin, con nuestras más solidarias tradiciones, con esa posmodernidad planetaria que tanto nos envidian.

En España, para nuestra desgracia, impera todavía una cultura de la simulación y la mentira, hija ilegítima del barroco. Aquí siempre ha importado más lo aparente que lo sustantivo, las liturgias que los hechos, la hojarasca verbal que la experiencia. Esta mentalidad es lo que explica que el socialismo sea casi imbatible. ¿Innovar? ¿Para qué? Nos basta y nos sobra con los cuentos de siempre.