Una vieja tradición atribuye a Descartes, uno de los padres del pensamiento moderno, un lema, larvatus prodeo, que se podría traducir como progreso sin llamar la atención, una frase que bien podría usarse como divisa de los avances contemporáneos en la informática y las telecomunicaciones, en lo que llamamos la era digital, ya que este tipo de avances se han hecho con nuestra forma de vivir y trabajar sin apenas sobresalto. Estamos tan acostumbrados a este tipo de progreso que nos llama poderosamente la atención ver, por ejemplo, en una película de los ochenta, cómo la gente, cuando estaba en la calle, tenía que acudir a una cabina para llamar por teléfono a casa o a la oficina, porque, por curioso que nos pueda parecer hoy, no se podía llamar a las personas, sino a los edificios. Lo mismo podría decirse de la aparición de los ordenadores en la vida cotidiana, tan imprevista que, por ejemplo, en la novela que inspiró la maravillosa Blade Runner, el agente Deckard, que ha de matar a los mutantes perversos, recibe sus órdenes en papel, con original y copia. Philip K. Dick escribió una historia de anticipación, por lo demás magnífica, en que las naves estelares casi atraviesan las constelaciones, pero en la que se seguía usando el papel carbón y las viejas máquinas de escribir hoy totalmente olvidadas. Esos artilugios, lentos, ruidosos e imprecisos, sí que llegaron a congraciarse con los escritores, que incluso soportaron su versión eléctrica, aunque las primeras de ese género siempre les pareciesen más propias de mecanógrafas que de intelectuales de tomo y lomo. Ahora solo se recuerdan cuando alguien quiere sentar cátedra de profundidad filosófica para presumir, intentando engañarnos diciendo que todavía escribe en su vieja Olivetti.
En el caso de los ordenadores no deja de ser sorprendente que ni siquiera genios como Von Neumann fueran capaces de prever que las máquinas que estaban inventando podrían tener alguna función, digamos, literaria. El hecho es que la tienen y eso es, curiosamente, una de las causas de la desazón que todavía provocan. Muchos no parecen capaces de asimilar que una tecnología tan vieja como la escritura pueda cambiar de manera tan imprevista. Ellos tenían la convicción de que las ideas gobernaban el mundo, y se rebelan contra lo que piensan que es meramente instrumental, según gustan decir, contra una revolución que se hace sin su concurso y, según se temen, contra sus intereses, por supuesto sagrados.