En ocasiones un suceso relativamente simple puede hacernos reflexionar con más intensidad que cualquier argumento sofisticado. La falsa y gravísima acusación a Diego Pastrana, el joven canario que durante unas horas fue considerado asesino y violador de una niña de tres años, parece haber removido las conciencias de los periodistas y, cosa insólita, ha hecho que algunos medios hayan pedido perdón.
¿De qué hay que pedir perdón? Siempre me ha parecido genial la definición que Chesterton daba del periodismo (“decir que Lord Jones ha muerto a quienes no sabían que Lord Jones estuviese vivo”) lo que define una actividad no excesivamente rigurosa, pero básicamente honesta. En el caso del joven canario, lo que ha ocurrido no es, simplemente, que la gente (tanto periodistas como lectores) no supiese quién es Diego Pastrana, puesto que de saberlo no habría creído lo que se le atribuía, sino que muy buena parte del periodismo que ahora se practica es un periodismo moralizante y, por ello, necesariamente morboso, en el que determinadas noticias tienen que ocurrir para no desmentir el tópico corriente de la moralidad pública, y a nada que aparece algo que recuerda levemente a un elefante, alguien grita que estamos en la selva y todo el mundo se pone a correr, a disparar o a lo que crea que le toca hacer en el mundo salvaje.
Diego Pastrana no es propiamente una víctima de los periódicos, ni de los periodistas, es directamente víctima de buena parte de los gloriosos prejuicios contemporáneos, esos que jamás nadie debiera atreverse a poner en tela de juicio. No me entretendré en señalar cuáles son esos prejuicios en el caso de Diego, por lo demás bien obvios, pero sí digo con rotundidad que el mal que se le ha causado depende directamente de la estúpida inanidad de nuestra buena conciencia. Las cosas son de tal modo que no resulta extraño que existan quienes exploten el mercado de consumo de tales conciencias, a la vez vulgares y exquisitas, las industrias de la buena conciencia de las que habla Paul Theroux.