La praxis aprobada por la Universidad de Sevilla, en relación con la manera de tratar a los alumnos que sean sorprendidos copiando en un examen, ha dado lugar, a Dios gracias, a muestras de estupor y a un cierto rechazo general, que alcanzó incluso a la Junta de Andalucía, ente sobre cuyo rigorismo moral cabe alguna que otra duda. La recepción de esta picardía disfrazada de ecuanimidad ha podido, por tanto, ser peor. No cantemos victoria, sin embargo.
Ayer tarde mientras trataba de abrirme paso por entre los escombros de este Madrid gallardonil endeudado hasta la vergüenza, escuché por la radio a un líder empresarial comentando el asunto. Para mi sorpresa, el preboste declaró, en tono semi-jocoso, que si la norma sevillí hubiese existido durante su época de estudiante, y se hubiera aplicado a las ocasiones en que copió, habría terminado su carrera mucho antes.
No sé si se atreverá a ser tan sincero cuando le pregunten por las veces que robó en sus empresas, corrompió a algún político, engañó a su mujer, o se apropió de lo que no debía, porque no tengo ninguna duda de que lo haya hecho, con una sonrisa y con precauciones, pero a fondo.
Se habla mucho de la crisis de valores, una expresión que me parece tópica e inane, pero no hay duda de que con el ejemplo de moralidad de líderes empresariales como el de ayer tarde no llegaremos muy lejos. Esta actitud de disimular la importancia de las faltas, del todo vale, resulta deletérea para una sociedad que quiera seguir siendo moderna y sólida. Si se impone la moral del mínimo esfuerzo y la tolerancia de la mentira, del engaño, del fraude, no tendremos ningún motivo para extrañarnos de una marcha atrás en toda regla, algo que tal vez se está iniciando con estos políticos incapaces de preferir que nos gobiernan y/o nos piden el voto.