La especial fidelidad a sus jefes de algunos soldados iberos llamó la atención de los cronistas romanos; se trataba de un sistema similar a la clientela romana, un pacto de mutua protección entre un poderoso y quienes le defendían, y se lucraban de sus favores.
Eso que producía admiración se ha convertido en un vicio muy hispano en la política, y es una de las trabas más serias que se puedan poner al desarrollo de una democracia, de los valores morales que debiera promover. El devoto de su líder está íntimamente corrompido porque no atiende a razones, ni tiene otro interés que el mantenimiento de su status y el de su jefe. Estrictamente hablando, no representa a nadie, aunque haya sido elegido por los ciudadanos. Solo se defiende a sí mismo y a sus intereses, a través de la prostitución de su lealtad al partido, y a sus ideas, en una lealtad ciega a lo que su jefe decida en cada caso. Para estos tales no existe otro bien que el propio y eso sirve para justificar cualquier mentira, cualquier inmoralidad, cualquier traición y, desde luego, el completo olvido de los intereses de la patria.
No hay expresión más significativa de ese fenómeno que el llamado patriotismo de partido, el hábito de anteponer los intereses, electorales y de cualquier otro tipo, a toda consideración del género que fuere. Quienes así se comportan corrompen desde la raíz los fundamentos de la democracia, secuestran la soberanía popular y traicionan a la libertad, a la democracia, a sus electores y al conjunto de la sociedad.
Mariano Rajoy ha recordado a los diputados del PSOE que sus obligaciones con los españoles están por encima de la lealtad al presidente que han elegido. Me temo que se tratará de un recordatorio inútil, además de que desconozco la autoridad moral de Rajoy para pedir algo como eso, cuando él ha fomentado entre los suyos exactamente lo contrario, por ejemplo cuando controló desde arriba y en su exclusivo beneficio el bochornoso Congreso de Valencia.
Los españoles tenemos un problema con la devotio iberica, con la forma en que la entienden los partidos políticos y nuestra democracia será estéril mientras no se pueda romper ese pacto contra natura y contra la democracia misma. Con el cuento de la disciplina de voto la política española se ha instalado en un inmovilismo estéril y muy peligroso cuando, como ahora, es imperativo que las cosas cambien.