Que la política supone un alto número de factores irracionales es algo que nadie que haya pensado seriamente en estos asuntos ha puesto nunca en duda; casi por las mismas razones, hay unanimidad en la recomendación de que en las sociedades democráticas se ha de propiciar un debate racional sobre las distintas opciones, más allá de dogmatismos y de cualquier clase de exclusiones. Esta forma de debate público requiere un conjunto de instituciones entre las que no pueden faltar ni una prensa independiente y crítica, ni una praxis política que castigue de manera rigurosa la demagogia y el populismo. Se trata, desde luego, de un ideal, cuya realización determina fuertemente el grado de eficiencia de las distintas instituciones democráticas para enfrentarse a los problemas de la realidad política.
Cuando las cosas son así, un alto número de electores está siempre dispuesto a modificar su voto en virtud de razones puramente pragmáticas, lo que supone un sistema de vigilancia rigurosa del comportamiento político de líderes y partidos. Como se sabe, y para nuestra desgracia, el electorado español no se comporta generalmente de esta manera, sino que, por el contrario, permanece fiel a sus opciones ideológicas más allá de lo razonable. Esta forma de actuación no favorece precisamente la flexibilidad política y consolida un bipartidismo ideológico que, aunque sea común en la mayoría de las democracias, alcanza entre nosotros unos perfiles excesivamente dramáticos.
En virtud de ese atavismo, los debates parlamentarios sobre política general son perfectamente previsibles. En el último de los celebrados sobre la naturaleza y los remedios de la crisis económica que nos afecta, y en sus secuelas de toda la semana, se han podido observar dos conductas diametralmente opuestas cuyo análisis puede apuntar alguna novedad de interés.
El presidente ha intentado, seguramente sin mucho éxito, cargar sobre las espaldas del PP los costos de una demora en superar una situación claramente insoportable. La música de fondo ha sido que no se le pide al PP una ayuda al gobierno sino una ayuda a España. Se trata de una música inhabitual en la izquierda clásica, aunque ZP ha recurrido a ella ya en otras ocasiones, una cantinela cuya intención sería legitimar la pretensión de que haya que ayudar al Gobierno por patriotismo, y que, en consecuencia, quienes no lo hicieren se convertirían en responsables de cualquier desastre.
La pretensión es tan absurda que solo puede compararse apropiadamente con el vudú. En lugar de analizar los problemas en sus propios términos se busca un monigote al que se le clavan los alfileres a la espera de que la magia opere sus milagros. Ahora bien, lo que efectivamente sucede no tiene nada que ver con esa superchería política. Es el Gobierno el que dirige la política del país y no puede descargar en nadie la responsabilidad de sus actos. Cualquier oposición sería responsable si impidiese que el Gobierno sacase adelante proyectos legislativos y políticas que beneficien al país, pero es evidente que el PP no puede hacer eso porque no tiene la mayoría en el Parlamento. Si el Gobierno ha podido aprobar leyes como la de la memoria histórica o la del aborto sin ningún apoyo del PP, también podría sacar adelante las medidas de política económica, fiscal y presupuestaria que considerase oportunas. El PP no podría hacer nada para impedirlo y, por su propio interés, no haría absolutamente nada cuando estimase que las medidas eran razonables y positivas para el conjunto de los españoles. ¿Qué pretende el vudú de ZP? Reforzar en el imaginario de sus fieles la imagen básica de su política, la idea de que el PP es el mal, el peligro, la irresponsabilidad y el egoísmo llevado hasta el punto de no querer apoyar a un Gobierno que pretende sacarnos de esta crisis que, conforme a las ideas de ZP, se debe precisamente a errores gravísimos de los gobiernos del PP.
¿Conseguirá esta magia repetida aumentar la clientela del PSOE? No parece razonable y es alarmante que al presidente no se le ocurran soluciones algo más creativas.
Pues bien, frente a este recurso al vudú, el señor Rajoy sorprendió al respetable con una afirmación tan inhabitual como plena de buen sentido, que, aunque seguramente esté destinada a la esterilidad de un modo inmediato, será recordada en el futuro porque apunta a uno de los defectos radicales de nuestro sistema político. ¿Qué dijo Rajoy? Algo que debiera ser obvio, aunque muchos han considerado una inconveniencia. Mirando a los bancos del PSOE, recordó a esos diputados que la responsabilidad de la política de Zapatero es suya, y que, visto lo visto, la única posibilidad de cambio de política y de protagonista, o de ambos, está únicamente en sus manos. Rajoy pretendió agitar unas aguas, estancadas pero íntimamente inquietas, la conciencia crítica de aquellos socialistas que no creen en el vudú, y que saben que estamos a escasos metros de un abismo peligroso.
[Publicado en El Confidencial]