Me parece que era Romanones el que decía que se dejase al Parlamento legislar, que él se reservaba los reglamentos. Es evidente que el Conde conocía los entresijos del poder en España, un país en el que la mentira y el embuste compiten siempre con ventaja, de acostumbrados que estamos a que nada de lo que se proclama con solemnidad sea mínimamente cierto.
España, digan lo que digan los que dicen negar que exista, es, sobre todo, un país muy viejo, una sociedad en que las cosas funcionan de manera mucho más inmemorial que razonable. Sobre esa base tradicional, que podría describirse como la costumbre de que nada cambie, aunque nada parezca igual, la cultura española ha favorecido un barroquismo retórico muy alejado de la modernidad europea. Aquí se siguen valorando las palabras, los testimonios, y las apariencias, mucho más que los hechos, las evidencias o las razones. Si se domina esta regla se puede llegar muy lejos en la política española, y si no se lo creen, miren a la Moncloa.
Cuando llegó la democracia, vivimos una eclosión de iniciativas de todo tipo y nos llenamos la boca de principios, pero, poco a poco, hemos ido volviendo mansamente al redil del orden, al sometimiento a la voluntad de unos pocos. No hemos sabido organizar una verdadera poliarquía, y por todas partes se han ido asentando monarcas que pretenden gobernar sus ínsulas, y lo hacen la mayoría de las veces, enteramente al margen de cualquier control, de manera que, aunque no se use la fórmula, muchos siguen actuando como si el poder se consiguiese “por la gracia de Dios”, sin respetar nada, ni dar cuenta a nadie.
La democracia es, a la vez, un sistema de legitimación y de control del poder, pero entre nosotros tiende a convertirse en un cheque en blanco; de este modo, el que llega al poder, en cualquier ámbito, en la política, en los sindicatos, en las universidades, etc. empieza a comportarse como si el poder le fuese otorgado exclusivamente por ser vos quien sois, no por la voluntad de quienes le han elegido y, que, por ello, tienen derecho a relevarle.
Estos días hemos visto como, por poner un ejemplo cualquiera, el rector de la UCM ha abusado de manera notoria de sus funciones presidiendo un acto político de acoso al Tribunal Supremo sin sentir, imagino, ni una ligera duda acerca de la legitimidad de su conducta. Este sujeto cree que la Universidad es suya, y hace con ella lo que quiere, y lo malo es que acabará por tener razón, porque se apoya en todos los que quieren ser dictadorcillos de algún nivel inferior y hacer, como el rector, de su capa un sayo.
Con esta idolatría al poder del que lo tiene, con esta falta absoluta de control y de exigencia de responsabilidades, estamos jibarizando nuestra democracia. Es penoso que todo un partido dependa, en realidad, del capricho de un único hombre, pero es así. El PSOE depende completamente del presidente, y aunque muchos se lamenten en privado de la extraordinaria letanía de errores que está cometiendo, nadie puede hacer nada, porque el partido está completamente jibarizado, hasta el punto de que su única cabeza es la de ZP, que acaba de parecer bastante. Solo se atreven a insinuar alguna crítica los que ya están fuera de la carrera política, los que nada tienen que perder.
Los ministros de ZP, es vox populi, son meros ejecutores de sus políticas, y de ahí su nombramiento de alguna de las personas más simples y necias que hayan obtenido nunca un cargo público. ZP, como el rey Sol, lo es todo, es el alfa y la omega del socialismo español, de la clase obrera, de los intelectuales comprometidos, sobre todo de una buena corte de afanadores que se refugian en sus inmediaciones para llenarse los bolsillos con cualquier motivo.
Los partidos se han convertido en un mero decorado, y podrían ser sustituidos con ventaja por coros de vociferantes a sueldo, porque detrás de sus imágenes no hay nada que no hayan decidido sus líderes, normalmente en soledad, raras veces en compañía de otros.
¿Se puede dar la vuelta a esta situación? ¿Es posible hacerlo mediante cambios en las leyes? Sin negar la conveniencia de ciertos cambios, como es común en cualquier democracia, creo que la hora presente exige valor cívico y responsabilidad personal. La democracia española está en un estado lamentable, secuestrada por muy pocos, con la pasiva sumisión de muchos, reducida a oscuras maniobras de palacio. Esto se arreglaría si los parados, y los que todavía no lo están, dejasen de consentir a los sindicatos lo que hacen, si los electores exigiesen a los políticos que no se olviden de sus problemas, si los periodistas impidieran que su trabajo se convierta en mera propaganda, si los intelectuales dejasen de avalar tanta mercancía averiada, etc. La democracia es el pueblo atento, los ciudadanos exigiendo a los poderes públicos. Estamos muy lejos de eso, pero no podremos echarle a nadie la culpa si la libertad vuelve a abandonarnos por largo tiempo.