A propósito del tamaño de las aceras

Una de las carencias más llamativas del tipo de educación moderna es que apenas se reflexiona sobre la importancia del tamaño. Un tigre, por ejemplo, dejaría de ser lo que es, si midiese poco más de veinte centímetros y una catedral no podría sostenerse si tuviese mil metros de altura. Ya sé que estas cosas se saben, más o menos, de manera intuitiva, pero la verdad es que a base de ignorar que existe el tamaño ideal, las cosas crecen y crecen, las gentes hablan y hablan, y así nos va. Ha habido movimientos culturales que han invitado a la desmesura y ha habido personas que han hecho de la desmesura su seña de identidad. A este tipo de gentes se las suele tener, en ocasiones, por genios, por tipos que no soportan la mediocridad, las zonas templadas. Es cierto que hay que estar muy bien dotado para soportar la calma: ya decía Pascal que la mayoría de los males del mundo vienen de que muchos son incapaces de estarse quietos en una habitación. Demos cobijo a los desmedidos, pero no los convirtamos en norma.

Los madrileños tenemos un alcalde desmesurado y con auxiliares muy deslenguados, que además padecen manías persecutorias. A Gallardón le ha dado por las aceras grandes en un afán desmedido de ayudar a los peatones. Puede haber cosas peores, pero también las aceras tienen su tamaño. Los políticos incurren con frecuencia en desmesuras: desde los que lo prometen todo hasta los que practican el dolce far niente. El colmo de la habilidad consiste en hacer ambas cosas al tiempo.