Es muy probable que la flema galaica y el discreteo que se gasta Rajoy sean grandes virtudes para un gobernante, pero no está claro que ayuden a ganar elecciones. El presidente del PP administra sus ausencias con una generosidad rayana en la prodigalidad. Cierto es que la política española tiene mucho de patio de vecindario, y que abundan los personajillos que pretenden apabullarnos con su chachara sobre acontecimientos galácticos con la misma soltura y asiduidad con que una Belén Esteban exhibe sus cuitas. Frente a ese formato circense, está bien que Rajoy aspire a ser un político serio y comedido, pero habría que recomendarle que no se exceda en la prudencia, no vaya a ser que las encuestas acaben resultando tan equívocas como los pronósticos del gobierno sobre la recuperación económica.
Alguien debería recordarle al líder del PP que, tanto en 1993 como en 1996, el PP era vencedor en las encuestas, pero en 1993 ganó una vez más el archiquemado Felipe González, y en 1996 los socialistas perdieron por la mínima, y eso que el líder del PP no parecía ni la mitad de abúlico que don Mariano. El propio Rajoy sufrió en sus carnes la derrota del año 2004, insensatamente propiciada por una campaña de perfil bajo que es, seguramente, la que más motiva a la izquierda, por no recordarle el papel escasamente positivo que jugaron algunas de las curiosas invenciones de su selecto club de consejeros en 2008.
La izquierda ha dado muestras frecuentes de que es capaz de sobrevivir sin esperanza alguna, porque se alimenta del muñeco maniqueo en que ha convertido a la derecha, de manera que, incapaz de soportar una victoria segura de sus demonios particulares, saca de su fondo de armario las energías necesarias para votar a quien sea, con tal de que no sea del PP. Zapatero podría beneficiarse de ese manantial, pero muy probablemente se pueda beneficiar más, cualquier otro, un Gómez o un clásico de la nomenclatura, da igual, porque los electores del PSOE saben muy bien contra qué votan.
Rajoy se puede sentir razonablemente seguro del voto de los suyos y del de muchísimos electores no tan fieles a una sigla, pero acaso no fuera inútil explicar a unos y a otros algo más que ciertas recetas de política económica que ahora da por inevitables hasta el propio Zapatero. Los votantes esperan de la derecha algo más que una administración honesta de los caudales públicos y un cierto respeto al dinero del personal, siempre en riesgo con los socialistas.
Los electores quieren saber qué hará el PP con los grandes renglones de una política, y no solo con la hacienda pública. ¿Se va a atrever el PP, por ejemplo, a reformar la legislación moral de Zapatero, esas leyes que nunca se anunciaron en campaña pero que se han ido aplicando con la saña propia del sectarismo más radical? ¿Va a promover el PP un marco institucional y territorial que sea capaz de hacer una España atractiva para todos o va a seguir soportando una dinámica disparatada a la que muchos de sus líderes regionales sucumben encantados cuando parece que se les toca la más ligera de sus competencias?
El señor Rajoy tiene derecho a descansar, pero no tiene derecho a dar por hecho lo que está por hacer. Una amplísima mayoría de españoles está dispuesta a que la pesadilla de ZP no dure ni un minuto más de lo necesario, pero no se confunda el señor Rajoy, porque esa mayoría no sueña todavía con su triunfo, y tiene perfecto derecho a reclamar la oportunidad de volver a sentir ilusión por la política.