Si hay una cualidad que no pueda negarse a Zapatero es su capacidad de determinación, su energía para buscar soluciones y su confianza en que puedan funcionarle. Desgraciadamente para él, escasean los que compartan su optimismo y su sentido del riesgo. Sin embargo, Zapatero ha ejecutado sus decisiones más arriscadas con singular cálculo, sin dejar de mirar con el rabillo del ojo, por si algún leve síntoma le permitiera librarse de parte de los costos o disimular el balance conjunto, y esa es la razón de que haya salido vivo de crisis en las que lo normal hubiese sido sucumbir. ¿Qué es lo que le puede pasar ahora?
Al decidirse por pactar con el PNV para llegar a 2012, Zapatero ha vuelto a repetir el tipo de regate corto que le ha dado ciertos resultados en otras ocasiones, aunque no siempre, y , además, nunca a plazo largo. Ahora está apenas a un mes de experimentar el amargo sabor de sus maniobras de corto plazo y larga audacia en la crisis catalana, cuando decidió pactar con Más, para seguir luego con Montilla.
Para el observador, la conducta de Zapatero es suficientemente extraña, inhabitual; cabe, desde luego, interpretarla en términos del binomio incompetencia e irresponsabilidad, que es como tienden a verla sus adversarios, y cada vez más de sus seguidores. No se pierde mucho, sin embargo, si se trata de entenderla desde alguna perspectiva un poco más amplia.
Zapatero llegó al poder de manera sorprendente, a consecuencia de un desfondamiento del PSOE incapaz de asimilar su derrota por la derecha. Luego, se vio en la Moncloa de modo no menos inesperado, sin ningún bagaje de gestión y con un ideario escaso y delicuescente que incorporaba, como señas principales, un izquierdismo de guardarropía y ciertas señas de una especie de filosofía hippy que se concretaba en la cantinela del talante. Una vez en la Moncloa, apareció un Zapatero que pocos conocían, un pragmático sin miedo a la crueldad que continúo con la política económica del aznarismo y llevó a este país a sus mejores cifras. Lo que no supo ver, o no quiso ver, es lo que sabían muy bien los del PP, a saber, que eran completamente necesarias una serie de reformas para que el inevitable cambio de ciclo no se hiciese insoportable. La dimisión de Solbes fue la prueba del nueve de la imposibilidad de convencer a Zapatero que los deberes se hacen mejor pronto que tarde.
Con una situación económica inmejorable, pero imposible de prolongar, se dedicó a formular su utopía política: el aislamiento del PP, la conversión de los etarras en concejales y la creación de una izquierda hegemónica por los siglos de los siglos.
Como es bien sabido, ni uno ni otro cálculo salieron bien. La crisis ha estado a punto de devorarlo, y le ha obligado a travestirse, y las maniobras en Cataluña y Euskadi han parado en lo contrario de lo que buscara.
La última etapa de Zapatero ha tenido todas las características de una rendición porque ha debido cambiar de política bajo la presión de fuerzas que no ha podido controlar, bajo la amenaza de una situación explosiva. En su mérito hay que decir que lo ha hecho como si tal cosa, como si se tratase de un paso más en la consecución del paraíso, como el cumplimiento de algo con lo que siempre había contado. Ahora bien, por detrás de ese gesto, lo mismo si se trata de revestir de patriotismo que si se presenta como una muestra de realismo no incompatible con la utopía, hay todo un desmentido del izquierdismo que constituye el fondo de su alma, una entrega a soluciones con las que siempre se ha enfrentado, una renuncia a perseguir lo que se tenía como indiscutible. Una vez más, su pragmatismo se ha impuesto a la ideología, y el presidente lo asume sin aspavientos, como si fuese un paso más en el cumplimiento de su programa.
Sus adversarios señalan que el único programa que le queda a Zapatero es el de su permanencia, pero él insiste en que se trata de un sacrificio que hay que hacer por el país, de un paso atrás para poder dar dos más adelante, a ser posible antes de 2012. Es dudoso que Zapatero pueda salir bien de este laberinto en el que le ha colocado su imprevisión, su jactancia, su exceso de confianza en sí mismo. Fiel a su política de gestos, aprovechará cualquier oportunidad para incumplir el programa que públicamente ha asumido, para forzar cuanto pueda el gasto, para hacer dádivas de gran interés electoral. Está en su carácter plagarse de manera aparente pero sin renunciar a la gran maniobra de fondo. La cuestión a la que hay que responder es doble: en primer lugar, si los suyos van a tener paciencia suficiente, pero también si tendrá alguna capacidad de recuperar el voto perdido. Su única arma va a ser, no hay duda, un sistemático desprestigio del adversario, y no sería la primera vez que le saliese bien el expediente. Pero el laberinto al que se enfrenta el presidente es, seguramente, más complejo y peligroso que lo que él, optimista impenitente, sea capaz de imaginar.
[Publicado en El Confidencial el 19 de octubre]