Para nuestra desgracia, nos cuesta mucho abandonar la costumbre de juzgar los hechos por sus relaciones con nuestros prejuicios ideológicos. Aquí es frecuente que la buena lógica, infectada de maniqueísmo, se confunda con la atribución de toda clase de males al adversario, y perezca ante la necesidad de dar las muestras convenientes de pertenencia al rebaño de los nuestros, que, por descontado, son incapaces de cualquier debilidad o malicia. No se trata de un mal exclusivamente español, como hemos podido ver a propósito de la matanza de Arizona, pero, a decir verdad, no abundan entre nosotros los que nos recuerden, como ha hecho magníficamente Obama en un discurso reciente, que ese camino no lleva a otra cosa que al desastre. Aunque me gustaría atenerme con el máximo rigor al patriótico y bienintencionado consejo del presidente americano, no puedo evitar que el análisis de cuanto se relaciona con la violencia en España me obligue a subrayar algunas cosas que tal vez no se perciban a primera vista, y que se traen a colación no para atizar ningún fuego sino, porque nos conviene muy mucho tratar de describir con la máxima frialdad a nuestro alcance el significado político de la violencia, precisamente para hacer un vacío absoluto en torno a ella y evitar que la confrontación política pueda alimentarla de manera soterrada pero precisa.
Una de las maledicencias que se insinúan con cierta frecuencia sobre la perversidad de la derecha es que el PP no tiene realmente ningún interés en acabar con ETA, puesto que el PP se las ha arreglado para obtener un capital político constante y sonante de la persistencia de las acciones criminales de esa banda. La forma en que se interpretó el supuesto interés del gobierno de Aznar en atribuir a ETA la matanza del 11M es un ejemplo paradigmático de la eficacia de esa idea porque, en efecto, son muchos los que creen que si se hubiese podido probar la autoría de ETA, el PP no habría perdido las elecciones. Sin embargo, aquellos fueron días de múltiples errores de unos y otros, y de una inaudita crispación que culminó en el cerco de la sede central del PP el día de reflexión, y es muy difícil sostener con rigor tesis precisas sobre cuanto ocurrió en la cabeza y el corazón de los electores que modificaron su voto, algo sobre lo que existe un acuerdo bastante general entre los especialistas, pero creo que el ejemplo ilustra la interpretación a la que me estoy refiriendo.
Quienes piensan así, están poniendo en juego dos estrategias discursivas que, en cierto modo, se contradicen. Por una parte tratan de devaluar los argumentos del PP contra cualquier forma de negociación con los pistoleros, lo que supone, al menos indirectamente, que ellos pueden apoyar un acuerdo de hecho, pero, al tiempo, se quejan de que no se les reconozca su intención de acabar con el terrorismo, cuando su actitud tiene más que ver con un acuerdo honorable, lo que tendrá los méritos que tenga, pero no supone políticamente una derrota de la banda, sino un lavado de cara.
Ahora bien, si miramos los mapas electorales, es muy fácil reconocer que en aquellas regiones en que hay una mayor tolerancia con la violencia, y en las que el PP es identificado con mayor frecuencia como la causa de todos los males sin mezcla de bien alguno, cosa que ocurre en el País Vasco de manera indiscutible, pero también en Cataluña de forma más soterrada, pero no menos radical y frecuente, el PP obtiene sus peores resultados electorales. Eso significa, lisa y llanamente que la violencia contra el PP es rentable, que de ella se obtienen pingües beneficios políticos. No se trata de hechos aislados, sino de condiciones que afectan de manera muy duradera a un partido que pretende ser nacional, pero ve muy seriamente limitadas sus posibilidades merced al miedo que sienten muchos ciudadanos a que se sepa que ellos comparten las visiones, objetivos e intereses del partido tan eficazmente combatido.
Este hecho puede permitir que se entienda que la violencia política contra el PP puede ayudar directamente a sus rivales, que se puede neutralizar una pujanza que se repute excesiva, como seguramente ocurre en Murcia, mediante el recurso a la banda de la porra. No estoy acusando a nadie; ni puedo ni quiero hacerlo; mientras la policía no detenga a los agresores del Consejero murciano no se podrá establecer con un mínimo de seriedad los móviles reales de esa acción que, afortunadamente, han condenado todas las fuerzas políticas. Pero más allá de las condenas necesarias y convenientes, hay que reconocer que es profundamente lamentable que la violencia pueda tener réditos políticos, entre otras cosas porque nunca se sabe cómo puedan acabar las cosas si se inicia la espiral. Algunos pueden creer que estamos ya más allá de cualquier riesgo de sucumbir a la tentación de la violencia, pero eso no será así hasta que la violencia no sea rentable para nadie, y eso no es algo que ya hayamos conseguido.
[Publicado en El Confidencial]