Daniel Bell, uno de los sociólogos más influyentes de la segunda mitad del siglo XX, falleció el pasado 25 de enero de 2011, a los 91 años de edad, en su casa de Cambridge, Massachusetts. Bell, aunque comenzó su carrera como periodista, era el tipo de académico brillante y solvente que casi sólo puede abundar, a día de hoy, en las universidades de EEUU, gracias a un sistema muy competitivo que reconoce y premia la excelencia de modo inequívoco. Bell, como Thomas K. Merton, perteneció a esa estirpe de sociólogos que, dotados de una formación general muy amplia, pueden realizar su vocación estudiosa sin ninguna clase de limitaciones y con una gran variedad de medios de apoyo. Catedrático de sociología en Harvard, su obra forma parte de esa tradición política y sociológica anglosajona que se caracteriza por su capacidad de prestar atención, a un tiempo, a los fenómenos más menudos de la vida cotidiana, y al núcleo de ideas esenciales de cualquier filosofía relevante para la práctica del gobierno y para el análisis de los grandes conflictos culturales y morales con los que se enfrentan las sociedades occidentales. Daniel Bell ha sido autor de una obra muy abundante, muy variada y enormemente influyente en la que ha construido una interpretación rica, plural y coherente de nuestro pasado cultural, de las diversas crisis de las democracias contemporáneas, y en la que se ha atrevido a imaginar con fino olfato algunas de las grandes modificaciones que determinarán el futuro de la sociedad occidental. Fue el primero, seguramente, en darse cuenta de que nuestra sociedad se adentraba en una era post-industrial, en la que los conceptos económicos, políticos y laborales tendrían que cambiar de manera profunda como consecuencia del enorme impacto de las tecnologías, una modificación realmente decisiva que él supo diagnosticar ya en los años sesenta. Su influencia intelectual ha sido inmensa, hasta el punto de que el Times Literary Supplement recogiese dos de sus obras, «El fin de la ideología» (1960) y «Las contradicciones culturales del capitalismo» (1978), entre los 100 libros más influyentes desde la Segunda Guerra Mundial. Los términos que introdujo en sus análisis se han hecho comunes, y sus ideas se han extendido hasta tal punto, que algún lector desavisado podría tomar como una vulgaridad envilecida por su abundante circulación lo que hace unas décadas había constituido una de sus aportaciones plenamente originales.
Aunque sus orígenes políticos estén en la izquierda neoyorquina, sus ideas pueden ser compartidas por cualquier conservador inteligente, como el mismo se consideraba desde el punto de vista cultural. Sus críticos más feroces han procedido precisamente de la izquierda y le han reprochado que su obra oculte la realidad bajo un manto de idealismo, de teoría seductora pero, en sus esquemas dialécticos, escasamente fiel a la historia. Es normal que los pensadores de izquierda sospechen de alguien que afirmó con absoluta rotundidad que la muerte del socialismo estaba siendo el hecho político incomprendido del siglo XX. Lo esencial en su análisis del fin de la ideología, compartido con sociólogos como Lipset, Shils o Aron, era que las viejas ideas políticas del movimiento radical se habían agotado y ya no tenían el poder de despertar adhesión o pasión entre los intelectuales.
Para Bell, el factor decisivo en el desarrollo de la sociedad contemporánea es, además de la influencia tecnológica, el componente cultural, y estaba de acuerdo con Weber en que en los momentos cruciales de la historia la religión, muy lejos del opio del pueblo, puede ser la más revolucionaria de las fuerzas. Encontrar una teoría positiva del hogar público le parecía una tarea a la que nunca se puede renunciar, de modo que las relaciones entre el Estado y la sociedad, entre el interés público y el apetito privado seguirán siendo, obviamente, el problema principal del orden político para las décadas futuras
Su visión de los problemas sociales es, pues, optimista, no incurre en ninguna melancolía, ni se deja llevar por las melodías de ningún decadentismo. Es lógico que así sea en alguien al que conocemos con un apellido que fue el resultado de una americanización forzada de su nombre de cuna, Daniel Bolotsky, pues, aunque nació en el Lower East Side de Manhattan, sus padres eran judíos inmigrantes de la Europa del Este, y su familia pensó que sería conveniente liberar al niño de una carga tan notable cambiándole el apellido cuando Daniel tenía 13 años. Su biografía es pues, la de un triunfador, la de alguien que llega a la cumbre de la vida académica desde el suburbio. Esa experiencia personal de la dureza de la vida le hizo especialmente sensible a la comprensión de los complejos conflictos de que ha estado trufado el siglo XX, guerras, debates, crisis sin cuento, unos acontecimientos que supo colocar en una perspectiva positiva, optimista, como ocurre siempre que se estudian las cosas humanas sin prejuicios y con esperanza.
[Publicado en La Gaceta]