Los sucesos del norte de África, en Túnez y en Egipto, pero tal vez en más lugares, nos obligan a pensar no sólo en qué acabará pasando en esos países, sino también en el delicado equilibrio de exigencias y poderes que permiten la existencia de las democracias. Desde que la eclosión de individualismo que dio lugar a la creación del Estado liberal, una institución a la que se encargaba, sobre todo, la mediación en los conflictos entre ciudadanos y el mantenimiento de la paz civil, los Estados han ido avanzando con decisión en una tarea que siempre será sospechosa para los amantes de la libertad, a saber, la construcción y la legitimación de una sociedad cada vez más dependiente de sus decisiones y servicios, la creación de una opinión pública favorable a esas acciones tutelares y siempre más atenta a las cuestiones de tipo económico, al bienestar, que al estado de unas libertades que, aunque sea inexacto y peligroso, se dan siempre por supuestas. En ese marco institucional, la moral del colectivismo, plenamente partidaria del protagonismo creciente de los Estados, vino a ocupar sin mayores dificultades el espacio moral que en épocas anteriores había ocupado lo que Oakeshott denominaba “una moral de vínculos comunales”, ese tipo de moral que todavía reservamos, aunque no siempre, para nuestras relaciones familiares y privadas.
En democracias tardías como la española, ese proceso se ha dado con dos características muy singulares: con mayor confusión, porque veníamos de una sociedad explícitamente autoritaria y muy intervencionista en todo tipo de cuestiones, y con un ritmo más vivo que en otras partes, de modo que nadie se extraña que, a menos de cuatro décadas de democracia, haya gobiernos que legislan con toda tranquilidad, y con el aplauso de muy amplios sectores, sobre si podemos o no fumar, sobre la velocidad a que debamos conducir, o sobre cómo haya que atender a nuestros mayores y sobre los hábitos morales a inculcar en nuestros hijos. Se trata de que el intervencionismo y la plena abolición de la distinción entre lo privado y lo público gozan cada vez de mejor prensa entre nosotros, y no solo entre los que se sienten de izquierdas. Nadie, o casi nadie, reclama libertades, sino derechos, y la cuestión es si se puede sostener una democracia sobre esas bases ciudadanas o si, inevitablemente, el poder tenderá a hacerse cada vez más omnipresente, más estable y más protagonista de cuanto hagamos. Para muchos conciudadanos el caciquil “colocanos a todos” que le decían sus partidarios a Na talio Rivas sigue siendo el ideal de rendimiento de un político, sin pensar ni un momento el precio al que pagamos esos empleos políticos, como el PER andaluz o el archipiélago funcionario extremeño, que tanto irritan a muchos catalanes, y con toda razón. La gente no es consciente de que, por ejemplo, ha pagado a escote la Gala del cine, un espectáculo para el lucimiento de estrellas y artistas que, en general, el público no tiene demasiadas ganas de ver cuando tiene que pagar entradas.
Volvamos ahora a los movimientos políticos del Norte de África: será muy difícil que acaben desembocando en democracias en la medida en que no predomine en el espíritu de los que protestan contra Ben Alí o Mubarak un auténtico deseo de libertades y, en cierto modo, de desorden. Si lo que predomina son las demandas de subsidios o de enchufes, las oligarquías se las arreglarán para desprenderse de sus inútiles mascarones y continuar en lo de siempre, haciendo que todo cambie pero que todo siga igual.
En España, en la medida en que la democracia no ha acrecentado el interés de la gente por ser más libres, por tener más iniciativa, por poder vivir con riesgo cuando a cada cual le plazca, hemos multiplicado los aparatos del Estado, pasando de 700.000 funcionarios a más de 3.000.000, mal contados, desde 1975 hasta el presente. Aquí, de nuevo, todo parece estar atado y bien atado, conforme al lema del régimen anterior. Los partidos controlan ferreamente la sucesión en sus cúpulas, y es imposible que ningún descontento ni estado de opinión altere sus planes imperturbables. Por aquí y por allá se oyen llamamientos a la sociedad civil, pero es de temer que sea para fundar nuevos cortijos políticos. Estamos, por tanto, ante una democracia en la que apenas hay gentes dispuestas a plantar cara al poder, a recordarle sus límites, a decir que no. Quienes más debieran estar disconformes con este estado de cosas se limitan a sugerir que padecemos un gobierno incompetente, y nos prometen una tecnocracia más eficiente, mejores economistas, funcionarios más austeros, pero no se nos dice que debiéramos enfrentarnos a ese monstruo creciente de la burocracia que nos tiene al borde de la inanición y la desesperanza, porque de ese maná esperan también nutrirse ellos y los suyos, sobre todo, esos que descubrirán, cuando gane el PP, que siempre han sido de derechas, como ha pasado otras veces.