Ayer hube de acudir a una notaría por razones que, por más que me esfuerzo, no se me alcanzan. Me refiero a una de esas situaciones en que la ley establece algo como esto: todo está muy bien, pero usted debe darle a este señor, que amablemente le vamos a indicar, unos 800 euritos, y ya estará todo en regla. No voy a discutir la función esencial de los notarios en el galimatías jurídico español, pero déjenme que ponga en duda que sean imprescindibles para cosas como la de ayer.
El caso es que el notario me citó a las 16,30 y, tras esperar más de media hora, y al preguntar por él, recibí la contestación de rigor: “es que está en una firma”. Pregunté entonces sobre las razones para citarme a una hora en la que el notario no iba a estar, y la atónita auxiliar me rogó, con cierta amabilidad, pero sin exagerar, que esperase un momento a ver cuándo acababa la susodicha firma. Se me informó de que llegaría enseguida, lo que hizo suponer que no tardaría más allá de otra buena media hora. Bajé a la calle para ver si conseguía evitar la muta de Gallardón por excesos aparcatorios y volví a subir en cuanto pude arreglar mi conciencia con las disposiciones municipales en vigor. Pronto llegó el notario con la cara de satisfacción de quien ha disfrutado de copioso almuerzo con copa y puro. Me recibió enseguida y pensé: “va a disculparse”; pues no, me informó de lo que ya sabía de sobra, me hizo firmar otro papelito que creía imprescindible para el buen fin de mis negocios, o sea que el cargo pasará de 800 euros, y si te he visto no me acuerdo. Como soy persona mayor y a veces consigo comportarme de manera educada, no dije nada, pero no puedo evitar la comparación de este proceder del notario con la situación por la que atravesamos los españoles.
No voy, ya lo he dicho, a atacar las funciones del notariado latino, como ellos mismos las denominan, pero sí a decir que los notarios, y no solo ellos, disfrutan de un privilegio abusivo y no tienen, en general, la menor intención de abandonarlo para pasar a un régimen más abierto, a un mercado de la fe pública mucho menos regulado y, por supuesto, infinitamente más barato, como el norteamericano, por ejemplo, para citar un país que no creo pueda ser considerado un caos jurídico.
Aquí, en el fondo, lo del notariado es lo más corriente, y el ciudadano se siente tratado con idéntico desdén por todos aquellos que disfrutan, es el verbo que ellos mismos utilizan, de un puesto público a salvo de crisis, EREs y otras amenazas que debe sufrir le pueblo soberano. Solo apuntaré una nota más: esa clase de privilegios está legitimado sobre todo, en mi humilde opinión, por esa beata veneración por lo público que comparten los socialistas de todos los partidos. Por cierto, el único que hizo algo por aminorar los privilegios, que es imposible no vayan seguidos de abusos, de los notarios, y tampoco hizo mucho, fue el gobierno del PP.
Los españoles estamos acostumbrados al mal trato y sabemos que protestar es, suele ser, inútil y, con mucha frecuencia, perjudicial: los órganos de la administración que debieran protegernos, se lavan las manos en beneficio de las grandes compañías, de los monopolios, de los lugares a los que esperan ir a parar los funcionarios de relumbrón cuando la política se les convierta en algo incómodo y demasiado exigente para sus delicadas manos.