El político vocacional es, constitutivamente, una especie de iluso, porque profesa la creencia de que hay cosas esenciales que pueden ser cambiadas o mejoradas, y, además, está convencido de que esa será y tendrá que ser la voluntad de sus conciudadanos. El político comienza, por lo tanto, por creer en tres entidades de las que se mofan frecuentemente los escépticos, los supuestos maquiavelos, y los hombres con sentido práctico: la perfectibilidad de la ciudad, la virtud de los ciudadanos, y la libertad humana. Hay, naturalmente, muchas otras formas de hacer lo que aparentemente hace el político, pero lo que constituye la sustancia de la actuación política propiamente dicha, es la triple creencia en la existencia de un Bien común, por decirlo a la manera clásica, en la relevancia de los imperativos morales, y en la inviolabilidad de la conciencia de las personas. Es obvio que esas tres son las cosas que olvida de manera sistemática el corrupto, el que no hace política sino que se consagra, exclusiva o preferentemente, a su beneficio personal, sea en términos de poder, sea en términos de recompensa económica, o, lo que es más frecuente, en función de ambas.