En todas las sociedades se crean ámbitos de puritanismo, porque pocas cosas satisfacen más a las masas que el placer de sojuzgar lo que, más o menos secretamente, admiran o envidian. En la España reciente, el papel otrora reservado a las comadres de patio o de zaguán se ha otorgado a esas televisiones que, so capa de informar, se dedican a un espectáculo abyecto y grosero que consiste en la caza y captura de algún personaje popular hasta desollarlo vivo. No tendrían el éxito que tienen estos programas si no existiese una audiencia ávida de consumir ese género de espectáculos, tan siniestro como indigno, y si no hubiese una sociedad que premia estúpidamente la fama, especialmente la fama sin motivo alguno. No es verdad que tengamos las generaciones mejor preparadas de nuestra historia, según la mentira que propagó Felipe González y que ha sido tontamente repetida por tantos; por el contrario, lo que tenemos es una gran masa de personas sin apenas instrucción, sin el menor adarme de exigencia intelectual, que devoran esa televisión basura para engrosar las cuentas de resultados de personajes que explotan sin ninguna clase de miramientos las miserias morales de una sociedad extraviada, insensible, y tonta.
Esas televisiones explotan con total desvergüenza un espacio concedido bajo la capa de servicio público por los gobiernos socialistas que, en teoría, tan preocupados están con la instrucción pública y la cultura, pero que, en la práctica, prefieren entenderse con quienes explotan las más necias pasiones, mientras recogen el voto, cada vez menor a Dios gracias, de quienes se alimentan con la carroña que les proporciona la televisión basura en manos del amigo italiano y sus imitadores nacionales, que se ocupan con enorme pericia de que crezca el número de seguidores de esta bazofia y de que no decrezca el ánimo de esas gentes adiestradas en los principios de la envidia, la maledicencia, el matonismo y la bronca aparatosa, las tácticas argumentales que tan buenos servicios han venido prestando a los intereses electorales de la izquierda española. Es desolador comprobar cómo en esas plazas catódicas se juega con la misma demagogia y moralina que algunos pretenden defender en las plazas acampadas que se creen revolucionarias, pero exhiben la misma incapacidad para entender nada e idéntica buena disposición a dejarse explotar por los supuestos defensores de los débiles, que con una mano les azuzan y con otra les entretienen y controlan.
El ex torero Rafael Ortega Cano ha sido la última víctima conocida de esta sangrienta caza de brujas. Su accidente de automóvil puede verse como la caída de alguien que huye despavorido de una persecución sañuda y grosera, que se lleva a cabo, eso sí, pretendiendo criticar los vicios y carencias que adornan a esos jueces de la horca mucho más que a sus víctimas. A Ortega Cano se le ha negado en una audiencia pública cualquiera de los más elementales derechos que se reconocen jurídicamente hasta a los criminales confesos; él ha cometido, seguramente, el error de tratar de defenderse en esos medios en los que no cabe ninguna decencia y ha terminado destrozado. Es un escarnio que estos linchamientos se lleven a cabo en nombre de la libertad. Nunca la hipocresía y la necedad habían tenido tantos medios a su servicio, ni jamás la maledicencia y la envidia habían sido bautizadas con mantones tan pretenciosos. Es algo en lo que habrá que pensar, porque se le está administrando a la sociedad española un veneno lento, pero letal, bajo capa de servicio público.