Los acampados y un manifiesto


Sobre la acampada se han podido escribir casi tantas crónicas y reflexiones como visitas ha tenido. La consecuencia es inevitable: agotamiento y disolución, decidan lo que decidan los últimos en llegar, esos que deben apagar la luz, según el dicho popular y no lo saben. Puede que eso signifique frustración para algunos, pero no será mayor que la que ya tenían, será, si acaso algo más de luz. Estoy seguro, sin embargo, que la curiosa noticia de este suceso, una realidad a medias entre alguna esperanza insensata y una más que mediana muestra de africanización, habrá dejado en quienes sean capaces de ello un poso de reflexión, de remolino sobre la pertinencia de nuestras ideas y lo que nos pasa, eso que se sabe tan mal. No, desde luego, entre los partidos, máquinas pensadas para lo inmediato y lo obvio, que son, a estos efectos, tontos pertrechos de guerra y de poder, ni entre los muy seguros, pero sí entre los que no estén ciertos de si van o vienen, que somos los más, aunque no se sepa. Hay, además, una enorme dificultad para pasar del síntoma al diagnóstico y, no se diga, al remedio. La acampada ha sido, por eso, también un escenario de locura en que había muchos enfermos seguros de ser los mejores doctores, de tener la solución a un mal que no comprendían pero que les duele, y eso siempre merece algún respeto, cuando no es cinismo, que lo era en muchísimos casos.
Ahora hay que esperar que tanta palabra y tanto gesto no hayan sido del todo vanos y que produzcan alguna chispa de reflexión, como la de este manifiesto de la Escuela Contemporánea de Humanidades que tiene su miga y no es nada africano, con perdón. Todo lo que subraya es importante, y eso no es poco. Apenas aflora sentimiento de impotencia, lo que es mucho; mi única crítica estaría en anteponer el cambio de lenguaje a la idea de justicia, la que más subyugó a Platón, porque poner el carro delante de los bueyes no conduce a nada, y lleva a incurrir en el desdichado  equívoco de la transparencia.