Sería bastante inútil tratar de encontrar en la prensa de los años treinta discusiones políticas acerca del sentido de la Gloriosa, la revolución liberal de 1868, o sobre cualquiera de los episodios de nuestra convulsa historia decimonónica. Esta sucinta contabilidad cronológica sirve admirablemente para subrayar el absurdo de que un acontecimiento que se inició hace hoy setenta y cinco años, doce años más que los que median entre la Gloriosa y la proclamación de la II República, haya seguido siendo objeto de disputas políticas. Algunos no han aprendido la profunda verdad de las afirmaciones de Luis Araquistain, figura determinante en la historia del socialismo español, cuando en 1958, poco antes de morir en el exilio, dijo que los españoles habían necesitado cuatro guerras civiles para darse cuenta de que resultaban inútiles.
Setenta y cinco años después, la guerra civil española debería ser una poderosa razón, como lo fue en la Transición, para fortalecer la concordia entre los españoles, más allá de cualesquiera discrepancias, y, entre otras, de las disputas entre historiadores acerca de los orígenes, las etapas, las causas y los significados de cada una de las complejas circunstancias que se entrelazaron en un larguísimo y cruel conflicto. Es falso, sencillamente, que en la Transición hubiera voluntad de olvidar lo ocurrido, lo que hubo, y ese fue su mayor acierto, fue una voluntad general de no repetirlo, la certeza de que los españoles merecíamos la paz, la libertad y el progreso más allá de lo que pudieran haber hecho nuestros padres o nuestros abuelos décadas atrás. Es falso, por tanto, que no se pudiese hablar sobre la guerra, sobre la república o sobre la dictadura de Franco. Eso es justamente lo que se ha hecho, hablar con entera libertad y largueza, pero sin reiniciar la contienda y, en consecuencia, pocos acontecimientos han obtenido mayores atenciones de los historiadores de todas las tendencias, españoles y extranjeros, que lo ocurrido entre 1936 y 1939. Un testimonio absolutamente incontestable de esa abundancia de fuentes y de relatos es que, a día de hoy, si se busca “guerra civil española” en Internet se obtienen más de tres millones de resultados en menos de dos décimas de segundo.
Son pocas las cosas de la guerra que permanezcan en penumbra o que ignoren los historiadores, precisamente porque el foco que se ha puesto en este asunto ha sido de una enorme potencia intelectual, y los resultados, y las controversias, están ya, felizmente, a disposición de cualquiera que quiera acercarse a estos asuntos con el ánimo de comprender.
El 18 de julio no es día de conmemoración entre españoles, desde hace ya décadas. Es, desde luego, una fecha muy señalada de nuestra historia, pero no debería ser de disputa civil. Por esta razón resulta realmente hiriente y espectacularmente sectario que este Gobierno que, afortunadamente, se acerca a toda prisa a un ocaso irreversible, haya gastado su energías y nuestro dinero en reintroducir lo peor de nuestro pasado en la agenda política, en reactivar una absurda memoria histórica, una expresión que como ha señalado Gustavo Bueno es, además, una contradicción en los términos, con el indisimulado propósito de arrimar adhesiones a su bando y en contra del supuesto bando de los supuestos herederos de los supuestos golpistas. Mucha suposición sin mayor fundamento, mucho aventurerismo político, y muchas ganas de repartir dineros a espuertas entre los amigos de la secta zapateril, aunque sea a riesgo de irritar innecesariamente a unos y a otros. Para desgracia de todos, la guerra fue algo más, y algo más complejo, que un mero putsch de militares poco atentos a la disciplina debida. Ese intento de rehacer una historia ad usum delphini es, además de una estupidez, una muestra realmente insuperable de vileza política, de mala intención. En este punto, Zapatero y sus secuaces han llevado al PSOE a asumir unas posiciones que no es extraño que susciten escasa simpatía entre sus propios militantes que, como el resto de los españoles, quieren vivir en paz y en libertad, mirando al futuro y sin sentirnos vinculados por los errores y los crímenes que hayan podido cometer los antepasados de cada cual. Es seguro que los más sensatos de entre los dirigentes socialistas han entendido ya el mensaje y saben que esa es un senda por la que no hay que seguir y que de continuarse, no llevaría a nada bueno. Contrasta esta actitud irresponsable con la de la mayoría de los supervivientes de aquel enorme desastre. Nuestro pasado merece estudio y piedad, no necedad y sectarismo.
El Pentágono se enreda
El Pentágono se enreda