Agosto, que empezó con un panorama financiero sumamente bravío, se desliza de manera discreta y un tanto mortecina hacia su final en medio de los ecos de la impresionante JMJ. El Gobierno, en contra de sus hábitos más acendrados, ha estado, en estos días de prueba, discreto y en su sitio, salvo el leve resbalón de dar a entender que el Vaticano estaba exultante con las ideas del Presidente para el futuro del Valle de los Caídos, uno de esos temas que no deja vivir al español medio y que el Gobierno ha cultivado con tanto esmero como improductividad.
Como es época de especial dedicación a la lectura, para quienes cultiven esta clase de vicios solitarios, he incrementado mi colección de anécdotas y citas, pero ha habido una que casi me ha hecho, saltar del asiento. Se refiere a Francisco Largo Caballero, a quien se llegó a motejar, un poco extrañamente, como el Lenin español. El caso es que Largo Caballero ordenó el traslado a Valencia desde un Madrid asediado, pero que resistía bastante bien, a las tropas franquistas. La idea no fue, desde luego, ni una inyección de moral, ni una gran operación de imagen, pero ya es agua muy pasada. No cuesta mucho imaginar el desmadre que supuso el traslado, y los riesgos de todo tipo que hubo que correr, de manera que, una vez el gobierno en Valencia, se imponía tratar con la Junta que quedaba al mando de Madrid sobre ciertos temas de intendencia. El general Miaja, que tampoco fue nunca un entusiasta de Largo Caballero, quedó como la primera autoridad militar y, por tanto, a cargo del Ministerio de Guerra del que también era titular Largo Caballero. El caso es que, un par de días después de ejecutado el grueso del traslado, Miaja recibió una nota de su ministro y presidente en el que le encargaba le enviase a Valencia la mantelería y la vajilla del Ministerio que se había olvidado en medio del tumultuoso traslado. Con Franco en la ciudad universitaria, y el país en plena guerra, el ministro de la guerra, persona, por otra parte, adusta y también meticulosa, el Lenin español, el presidente del gobierno de la victoria, como se había hecho llamar, tenía el tiempo y la oportunidad necesarios para pedir unos enseres olvidados.
Más allá de lo chusco de la anécdota, me parece evidente que lo sucedido constituye un buena muestra de una de las dimensiones inevitables de la política, de cualquier gobierno. Los políticos están tan a lo suyo, pierden tanto el contacto con esas realidades que imaginan no les afectan, que pueden y suelen hacer cosas que resultan delirantes para el sentido común. No muy distinto a lo de la vajilla y la mantelería ha sido el empeño de este Gobierno en mantener la ficción de que dirige la política nacional por unos meses más. Hay que esperar que no ocurra nada especialmente grave, pero resulta evidente que el Gobierno está pensando más en los ajuares de los distintos ministerios que en la realidad exterior, que en la guerra que está experimentando la economía internacional y que, en cualquier momento, podría proporcionarnos un disgusto morrocotudo.
Como la cosa va de citas, les regalaré otra, esta vez de Chesterton, que atañe muy directamente a lo que nos está pasando, a lo que ha ocurrido. En un debate de 1935 en la BBC con Bertrand Russell, seguramente el más ingenioso y agudo de los filósofos británicos y un auténtico lord de la izquierda, discusión que fue un verdadero portento dado el ácido ingenio de ambos contendientes, Chesterton le dijo lo siguiente a su rival: “Ninguna sociedad puede sobrevivir a la falacia [socialista] de que existe un número absolutamente ilimitado de benéficos funcionarios y una cantidad absolutamente inagotable de dinero para pagarlos”. Con la vajilla del ministerio, se puede dar de comer a un par de docenas, pero está en la esencia del negocio de la izquierda el hacernos creer que es una exageración de los católicos el atribuirse la exclusiva del milagro de la multiplicación de los panes y los peces.
Es frecuente que los liberales atribuyan malas intenciones a los socialistas, y al revés, como es lógico, pero en realidad, sea cual fuere su intención, el socialismo constituye esencialmente un error de cálculo, lleva indefectiblemente a pensar que la sangre no llegará al río, que la crisis pasará, si es que viene, que vendrán tiempos mejores. Esa es la base del optimismo que siempre ha impregnado los análisis de nuestro presidente. Si además se cometen excesos, se contrata a amiguetes, se patrocinan negocios sucios, o se producen misteriosos incrementos de patrimonio personal, por poner ejemplos que están en la mente de todos, muchísimo peor. Pero la raíz del mal está en algo que también aparece en el patinazo de Largo Caballero, en esperar que las propias ideas se impondrán mansamente, o por las bravas, a la verdadera naturaleza de las cosas, en creer que una buena propaganda valdrá más que una realidad pobre, o que con contentar a los propios se volverán a ganar las elecciones. Por fortuna, no suele ser así.