La difícil normalidad política

Mariano Rajoy llega al poder en unas circunstancias excepcionales por muchos motivos, pero lo hace con pretensión de instaurar una cierta cultura de la normalidad. El término, al que se remite con cierta frecuencia, tiene muchas aristas y puede lastimar a alguien que no lo maneje con cuidado, aunque es verdad que contiene una enorme capacidad crítica a la hora de referirse a ciertas situaciones del pasado inmediato que es muy difícil catalogar como normales. Así ni la abultada cifra de paro, ni el gasto público disparatado, ni las subvenciones a cualquier cosa que se mueva, ni los intentos de hacer pasar por accidentes los atentados pueden considerarse normales, y eso explica el atractivo de esa invocación.
La pretensión de normalidad puede ocultar también otro tipo de anomalías a las que estamos más acostumbrados y que sería hora de ir poniendo en cuarentena, porque lo normal puede confundirse fácilmente con el mero dejar las cosas como están. El gobierno de Rajoy puede encontrarse con que, puesto que  ha de afrontar problemas muy graves y urgentes, le parezca normal no ocuparse de otras cosas de menor importancia, pero que, al fin y a la postre, darán coloración a su Gobierno. Me referiré muy brevemente a algunas de estas cuestiones que el Gobierno debería hacer sin confiarse únicamente a sus éxitos en terrenos supuestamente más importantes. 
Los horarios laborales y las fiestas, por ejemplo. Es un verdadero desastre la forma en que descomponemos los ritmos de trabajo con fiestas a hora y a deshora, de manera que algo muy simple sería trasladar la mayoría de las fiestas a viernes o a lunes para evitar que abunden semanas como la presente en que nadie sabe en qué día vive.  Del mismo modo, habría que flexibilizar al máximo los horarios comerciales, y hacer algo para que los museos y monumentos nacionales no estén cerrados al público los días festivos que es cuando la gente puede acercarse a visitarlos. No sería mala idea que los parados pudieran colaborar en este objetivo.
Los impuestos son para los españoles un arcano, hasta el punto que muchos creen que solo los pagan los tontos. Sería muy educativo que se obligase a consignar los precios de los artículos a la venta sin incluir los impuestos, para que los ciudadanos se dieran cuenta de lo que se les va a la hora de pagar. Si los que acuden a la enseñanza gratuita supieran lo que cuesta cada hora de clase serían mucho más exigentes con la calidad de lo que se les ofrece, y no digamos nada si, como fuera lógico, pagasen de su bolsillo directamente una parte sustancial de esos costos. En nada se estima lo que parece gratuito, y esa es una percepción equivocada que hay que corregir en la cultura política de los españoles. Todo cuesta mucho, y cuando parece gratis es que alguien lo está pagando, la mayoría de las veces sin saberlo y sin beneficiarse de su esfuerzo.
Tampoco estaría mal que el gobierno de Rajoy acabase de una buena vez con la singular cacería de automovilistas que se ha organizado en estas dos legislaturas. Se ha aprovechado una mejora de las infraestructuras y una disminución del trafico debido a la crisis para atribuir a una gestión punitiva e hipócrita unos méritos irreales. Con la retórica anti-automóvil se ha impuesto una política que únicamente busca la recaudación y no, desde luego, la seguridad ni el civismo en la carretera.
La crisis económica acabará, espero, con buena parte de los dispendios que en forma de subvenciones, esto es de arañar el bolsillo de todos para llenar el de unos pocos, se han venido dando con tanta prodigalidad como aviesa intención política. Supuesto que no puedan suprimirse todas de una buena vez, habría de establecerse con gran claridad qué se le da a quién y para qué, de forma que la publicidad y la transparencia se adueñen de estos parajes burocráticos habitualmente opacos y tenebrosos. 
La normalidad no debiera estar reñida con la imaginación, con la voluntad decidida de poner en marcha una serie de reformas de apariencia modesta pero de largas consecuencias. No se trata sino de indicar unos ejemplos, entre cientos, de reformas muy eficaces que puede hacer un buen gobierno decidido a trabajar por el bien de todos. Esta política de pequeñas cosas puede parecer de poca importancia, pero será decisiva en el juicio que, no en mucho tiempo, merecerá el nuevo gobierno: ya sabemos que ha de hacer cosas que van a dolernos, pero deberíamos pedirle que hiciese también alguna que otra cosa razonable y gustosa, y que lo haga no sólo porque eso le ayudará a mantenerse en el poder, sino por convicción, para volver a una cierta normalidad que hace tiempo que ha sido abandonada. Que el gobierno se ocupe de lo esencial y que se las arregle para que los españoles podamos ocuparnos con el mayor grado de libertad de nuestros propios asuntos. Rajoy no solo tendrá que acertar con el ministro de Economía, sino con un equipo que piense que está en el Gobierno únicamente para contribuir a poner en pie una España mejor que la que ahora hemos puesto en sus manos.