Con la declaración del Duque de Palma ante el Juez que instruye el proceso en que se ha visto afectado, el mal llamado caso Urdangarín debería entrar en una vía de normalidad, lejos de la propensión a la justicia espectacular y a las penas de telediario a las que nos ha acostumbrado un funcionamiento habitualmente lento y deficiente de la justicia ordinaria. La conversión de la justicia en un espectáculo es un fracaso en sí mismo, como lo demuestra el hecho de que habitualmente se pierda de vista el sentido último de los procesos, olvidando, por ejemplo, que, en este caso, no se está juzgando directamente al señor Urdangarín, sino que su presencia ante el Juez se produce a consecuencia de una de las múltiples derivadas de una compleja trama de corrupción política en la Comunidad Balear. El hecho de que el señor Duque de Palma haya aparecido en medio de una investigación tan escandalosa no debiera convertirle en el blanco principal del proceso, que está muy en otra parte, y, en concreto, en quienes usaron de manera absolutamente irresponsable y delictiva los fondos públicos con la disculpa de la eficacia, la celeridad o la urgencia, y lo hicieron perjudicando notablemente a los contribuyentes y enriqueciéndose de manera escandalosa.
Ya es penoso que un miembro de la familia del Rey haya aparecido implicado en artes tan escasamente ejemplares, y es claro que eso ha merecido ya una justificada condena moral que no debiera confundirse con la sustancia legal del proceso ni con la pena que le pueda caber a cada cual, cosa que deberá estar, exclusivamente, en manos del Juez, quien, por cierto, hará bien en esmerarse muy especialmente dadas las connotaciones gravemente escandalosas que ha ido adquiriendo este proceso.
El señor Urdangarín está todavía a tiempo de rectificar y de colaborar con la justicia; para empezar, su actitud con los medios de comunicación ha sido todo lo correcta que cabía esperar, y es ese precisamente la conducta que más le conviene, si es que quiere restaurar cuanto antes su prestigio personal, para dejar de manchar con su actuación al Rey y a la Monarquía. El Duque de Palma está ahora frente a un juez y eso no debiera ser inquietante para nadie que esté en condiciones de acreditar convincentemente el alcance de sus actividades, y, en el caso presente, de separar con toda nitidez sus extraños negocios del ámbito de la Casa Real. Para empezar, el señor Urdangarín ha reconocido paladinamente ante el Juez que se le advirtió hace ya bastantes años de la inoportunidad de sus actividades, y de que debería dedicarse, exclusivamente, a ejercer los cargos, nada desdeñables, que ostenta en función de su matrimonio y absteniéndose, por tanto, de operaciones extrañas.
Más allá de la responsabilidad que se le pueda atribuir al señor Duque en este escandaloso proceso, es evidente que su mera presencia en el estrado ha causado un daño a la buena imagen de una Institución que cuenta con el reconocimiento y el aprecio de una gran mayoría de españoles, pero que está muy especialmente obligada a comportarse de manera excepcionalmente rigurosa y ejemplar, y a mantenerse absolutamente ajena a las chapucerías y los mercadeos de influencias que siempre acaban por perjudicar al sufrido contribuyente. Hay que esperar que este asunto se resuelva con claridad y con el respeto más estricto a la ley, para que resplandezca la Justicia a la que, como dijo el Rey, nadie puede permanecer ajeno.