Woody Allen dedicó Crimes and misdemeanors, Delitos y faltas en español, una de sus mejores películas, aunque sobre esto siempre haya disputas, a analizar los sentimientos que afligen a alguien que tras cometer fríamente un asesinato, consigue vivir felizmente beneficiándose de la situación creada con el crimen que tanto parecía detestar. Ante un comentario escéptico sobre la posibilidad de que se de un caso similar, el protagonista de la película dice, más o menos: “las cosas son así, quien quiera justicia que vea una película de Hollywood”. Tal es la frase que me ha venido a la cabeza al leer ayer en este periódico la noticia del indulto que el gobierno ha concedido a un dirigente de CiU y a un colaborador suyo que fueron condenados en 2009 por prevaricación y malversación de caudales públicos.
La gracia puede haber pasado inadvertida en medio de las desgracias sin cuento que nos afligen en esta crisis, en medio de las broncas rutinarias de los partidos, de la protesta impostada de los sindicatos, de cuanto pasa, en suma, pero el hecho de que todo un gobierno de por bueno el indulto a unos individuos condenados por trinque sistemático es de un mal gusto que atufa, y desmoraliza a cualquiera. La política no solo es oficio proclive al enriquecimiento ilícito, sino que se está convirtiendo, con noticias como ésta, en el paraguas perfecto contra los pasos en falso que pueda dar cualquier juez ingenuo que se crea lo de que todos somos iguales. El indulto subraya que la igualdad entre los políticos y los ciudadanos es de tipo orwelliano, es decir, que ellos son más iguales que nosotros.
Pero el indulto no es todo. Más grave todavía es que el resto de las fuerzas políticas, hoy por ti, mañana por mi, no hayan abierto la boca ante semejante atropello a la decencia, ante un ejemplo eminente de que la vida política se parece cada vez más a un pacto mafioso entre personajes que fingen atacarse, y bien que gritan, pero que, a la hora de la verdad, saben proteger sus intereses de la manera mas efectiva. El hecho de que nuestros diputados hayan endurecido las condiciones en que el común de los mortales va a disfrutar, por decir algo, de su pensión, al tiempo que mejoraban las suyas fue otro ejemplo estruendoso del abismo político que separa la retórica de la realidad.
Lo más grave en relación con esta vergonzosa decisión es que sirve para poner de manifiesto que el gobierno no piensa hacer nada de lo que debería hacer para acabar con las verdaderas razones del gasto publico desmelenado, de la ineficiencia administrativa, de la lentitud e inanidad de la Justicia, y de tantos males que hasta los políticos son capaces de reconocer en un gesto de hipocresía y de cinismo muy habitual. Resulta evidente que detrás de cada forma ineficiente, oscurantista e irracional de gastar el dinero hay un nutrido grupo de políticos que disfrutan de la situación, y parece impensable que nadie vaya a hacer nada por acabar con esos chiringuitos. ¿Quién va a acabar con una selva que resulta tan nutritiva y en la que es tan fácil cometer un desliz, sobre todo desde que existe la garantía de que no habrá condena capaz de intimidar a un gobierno dispuesto a ejercer la generosa gracia del indulto con todos los bien relacionados? Hay quien se pregunta a cambio de qué habrá cometido el gobierno semejante desmán, pero ésta es una pregunta muy desorientada. No hace falta que el gobierno haya obtenido una ayuda de los nacionalistas catalanes, que, por lo demás, no debiera necesitar. En realidad, el indulto concreta una solidaridad más básica, el acuerdo sobre que las cosas de los políticos deben quedar entre ellos para evitar el escándalo de los pusilánimes. El gobierno anterior se despidió indultando a un notorio banquero que había sido condenado con toda razón, y por un delito nada menor, dando muestra de que, a estos efectos, los banqueros de cierto nivel pueden considerarse también al abrigo de las ocurrencias de los jueces. Imagino que el trámite de este indulto se inició asimismo con el anterior gobierno, buena muestra del carácter masoquista de los llamados partidos nacionales, siempre tan generosos con las minorías nacionalistas.
Algo marcha mal, muy mal, cuando esta noticia nos deja casi indiferentes. Alguno podrá pensar que es un signo de madurez, que ya va siendo hora de que aprendamos a no creer, ni en los Reyes Magos, ni en las películas de final feliz. No estoy nada seguro, sin embargo, de que sea bueno que seamos capaces de digerir como si tal cosa una dosis tan alta de cinismo y de realismo sucio. Este caso no es un hecho aislado, sino una muestra del abismo que separa la política de la vida común. Es verdad que en la vida civil abundan también las chorizadas, las estafas, y las mentiras de todo género, pero si alguien había pensado que de la clase política pudiera venir una cierta redención, un impulso de nobleza, de ejemplaridad, de mera racionalidad, que lo vaya olvidando.