El 1 de mayo es una fiesta que, aunque deba su origen al movimiento obrero, ha sido adoptada como exaltación del trabajo por toda clase de sociedades. Aunque algunos parezcan no haberse enterado, estamos muy lejos de 1886, fecha de los acontecimientos de Chicago a los que se remonta la conmemoración, como lo estamos de todas las fechas revolucionarias, salvo en aquellos infaustos lugares en los que la revolución ha triunfado y la tiranía, la injusticia y la pobreza se han adueñado de la situación.
No tiene mucho sentido, pues, seguir celebrando el trabajo y a los trabajadores con una perspectiva de lucha, como una contribución a la gran marcha de una revolución afortunadamente desmentida. Muchos de nuestros sindicalistas se empeñan, sin embargo, en que la fecha sirva para demostrar su pretendida fuerza, agitando banderas y amenazando no se sabe bien a quién.
Y sin embargo, el trabajo sigue siendo algo realmente fundamental, una realidad absolutamente básica en la vida humana, un empeño sin el que es difícil llegar a ser feliz, y un componente cada vez más esencial del crecimiento económico. Hoy carece de sentido seguir enfrentando el trabajo con el capital, porque el trabajo ha dejado de ser un componente puramente físico y se ha convertido en un factor intelectual: ya no importa la mano de obra, sino las ideas, el conocimiento, la creatividad y la iniciativa: la fuerza del trabajador ha sido desplazada por su inteligencia, aunque aún subsistan algunos islotes de trabajo maquinal.
En una economía como la española es muy importante recordar que lo que hoy aportan los trabajadores, si realmente quieren tener un espacio en el mercado global cada vez más competitivo y exigente, es su inteligencia y su esfuerzo moral, su empeño en lograr productos cada vez mejores, más baratos y más útiles para todos. Es la competitividad lo que caracteriza el valor contemporáneo del trabajo, porque está existiendo una carrera universal para sustituir las rutinas laborales por sistemas que no precisan apenas de la colaboración humana. Estamos todavía lejos del ideal que supondría decir que todos podamos trabajar en aquello que nos guste, pero es evidente que nos acercamos a algo como eso, a una situación en la que cada cual pueda dar lo mejor de sí, en la que nadie sea simplemente intercambiable por cualquier otro. Sería ingenuo darlo por hecho, pero sería muy miope no ver que ese es el mundo al que vamos, un mundo en el que los trabajos creativos serán prácticamente los únicos que sobrevivan, porque los demás quedarán, sin apenas excepción, a cargo de sistemas automáticos.
Toca pues ver el trabajo como una bendición, como una fuente de felicidad, y no meramente porque ahora escasee, sino porque todo el que pueda haber en el futuro dependerá exclusivamente del trabajo de la inteligencia, un bien del que todos los hombres están dotados de manera aproximadamente igual, y cuyo rendimiento depende, en realidad, de su esfuerzo, de su empeño y del valor de cada cual.
Es importante, por todo ello, ir cambiando nuestra moral respecto al trabajo. No se trata ya de dejar de verlo como un castigo para verlo como una bendición, que es, justamente, como lo ven los que no lo tienen, sino dejar de verlo, sobre todo, como una oportunidad para colocarse para empezar a verlo como una ocasión para aportar lo que solo nosotros podamos hacer. Ahora puede parecer todavía una Utopía, pero es una Utopía realizable, no es ninguna salida en falso. El trabajo será en el futuro tarea de todos y desaparecerá en buena medida esa separación entre quienes dan trabajo y quienes lo demandan para aparecer un mundo mucho más colaborativo, en el que un mercado cada vez más rico, plural y exigente, pueda ir acogiendo novedades y especialidades que hasta ese momento habían venido siendo imposibles.
Ahora es ya el momento de ver la empresa no como el seno de una lucha cruel entre explotadores y explotados, sino como una oportunidad de enriquecimiento mutuo, en el plano intelectual y en el plano moral. Es lo que se ve cuando se está en alguna de esas empresas del futuro que ya existen ahora mismo. Es lógico que el panorama pueda dar miedo, pero parece razonable preferir el riesgo preñado de futuro que el disparate de ir hacia atrás.
La cultura dominante ha consagrado el término emprendedor para eliminar el de empresario. Pese a ser cosas distintas, hay un acierto en esa maniobra: poner el acento en que todo depende de las ideas, de la capacidad de asumir riesgos, del valor para innovar. Y esa es una tarea que nada tiene que ver con la vieja imagen del que vive del sudor ajeno. Marx se extrañaría al ver cómo se acerca el cumplimiento de algunas de sus profecías sobre el paraíso, aunque de manera muy contraria a la que él supuso, cuando empezamos a ver el trabajo no como una necesidad, sino como una oportunidad de gozar de lo mejor de nosotros mismos, de nuestra inteligencia y nuestra capacidad de invención.