Y no se trata de una metáfora, aunque también ardan otras cosas. Me refiero a los incendios sobre los que existe sobrada evidencia de que son, en su gran mayoría, provocados, intencionados, criminales; pero como se trata de algo que molesta a las ideologías dominantes, al roussonianismode alpargata que se lleva entre nosotros, a esa meliflua estupidez que siempre encuentra, para cualquier descalabro, un culpable anónimo, colectivo, impreciso, y normalmente inasible, el asunto cae en el olvido. Nos resistimos a reconocer que existe el mal, que abunda la estirpe de Caín, y preferimos mirar a cualquier parte en lugar de asumir nuestra cobardía colectiva para enfrentarnos a la malicia y el crimen con la decidida determinación que se precisa, no para impedirlo, que es imposible, pero sí para ponerlo caro, muy caro. En España, para nuestra desgracia y vergüenza, incendiar sale gratis.
Como sucede con tantas cosas, el problema no se reduce a la ridícula lenidad de las penas, sino que se complica con la desesperante evidencia de que la ley, timorata, bienpensante e ineficiente, no se aplica. Si se logra detener al culpable, se le juzga, es posible, incluso, que se le condene, pero, sin que nadie pueda explicar por qué, no se cumplen las penas dictadas, o se cumplen en una medida ridícula, enteramente ineficaz para disuadir a cualquier cabrito dispuesto a encender una cerilla. Apenas hay incendiarios en las cárceles, pero las instituciones responsables se ocupan de mantener estos datos en un limbo de confusiones, como si estos criminales tuviesen derecho al secreto de estado. Quienes tratan de que este asunto salga a la luz no obtienen respuesta de las autoridades, porque lo que no se reconoce no existe, y mientras tanto, los incendios acaban con lo poco que queda de naturaleza en esta España irresoluta y lela.
[Publicado en La Gaceta]
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