Según Hannah Arendt, la mentira no se condenaba en los más antiguos códigos morales, sino que su rechazo moral es bastante más reciente. Si esto fuese verdad, cosa discutible, se debería, sin duda, a la utilidad social de la mentira y a que no siempre está unida a una específica malignidad, sino al deseo de rehuir el control, lo que no siempre parece condenable; éste es el caso de los niños, que mienten por temor, para que no se les pueda reñir.
Me parece que algo semejante pasa con la mentira política, que no siempre es simple deseo de ocultación o deseo de engaño; pensemos en el Ministro del Interior, y en algunos otros, que han presentado su actuación en el caso Bolinaga como algo exigido por la ley, lo que es obviamente falso. No creo que supongan que puedan engañar a nadie, ni siquiera creo que lo intenten, pues, por detrás de la insignificante letra pequeña, el asunto es cristalino. ¿Qué pretenden pues? En primer lugar y, como si fueran niños, evitar el control, hacernos creer que no se les puede pedir cuentas de sus actos, que, por definición, entienden respaldados en la ley, en un orden que no simplemente representan y defienden sino que encarnan: l’État c’est moi.
El problema es que esa actitud es ligeramente incompatible con la democracia, y que ahora no cuela. Detrás de la mentira del político no hay simple deseo de engañar, sino voluntad deliberada de romper el vínculo entre el poder y el pueblo soberano, de burlar las limitaciones que la democracia liberal establece para que el poder sea legítimo. Esto es lo que los españoles empiezan a percibir como un auténtico problema, que los políticos no se limitan a ejercer un mandato representativo sino que pretenden ser la ley, la verdad, la decencia, poder absoluto. Pero, en realidad, como ha recordado Clint Eastwood, sin nosotros no son nadie, y, tarde o temprano, volverán a comprobarlo, por mucho que mientan.
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