Según la OCDE España está a la cabeza en jóvenes ni-ni, que ni estudian ni trabajan. Es un mérito, pero muy pálido, a mi modo de ver, si se compara con nuestros políticos ni-ni, asunto en el que encabezaríamos cualquier ranking mundial que se quisiera elaborar.
Tenemos ministros ni-ni, diputados ni-ni, y miríadas de asesores ni-ni. No se trata de que ni estudien, ni trabajen, lo que no tendría especial mérito para quienes se hayan dedicado a la política persiguiendo la continuidad de tan arduo estilo de vida, sino de que tampoco hacen otras cosas que parece que se les pudiera exigir.
Una de las cosas que caracterizan a nuestros ministros ni-ni es que ni cumplen su programa electoral, ni son eficaces en lo que hacen, a cambio de no cumplirlo. El caso Bolinaga es un ejemplo de libro, pero no habría espacio en el periódico para concretar hazañas similares.
Los diputados ni-ni son muy abundantes, y, al igual que los ministros, de quienes son fervientes serviles, tampoco cumplen el programa para el que fueron elegidos, aunque sí son eficaces en su menester que consiste en hacer que hacen, por ejemplo, en hacer como que controlan la acción del ejecutivo, normalmente del anterior. Su ni-ni consiste en que ni representan a quienes les eligieron, ni hacen aquello para lo que fueron elegidos, o sea que tan poco está mal para ser los depositarios de la soberanía nacional, un bien que se tiene por mostrenco en esta peculiar democracia.
Los asesores ni-ni son, en realidad, aprendices de los dos primeros grupos: están en plena carrera hacia la cumbre, y se ven muy animados ante el ejemplo señero de sus modelos paradigmáticos. Ya lo dijo Zapatero, en España cualquiera puede llegar a ser presidente del Gobierno, y no digamos ministro de Sanidad o del Interior. Y encima hay quien se queja de igualdad de oportunidades, de que hasta los ni-ni puedan llegar a lo más alto.