Conviene no confundir causas y efectos, el viejo problema del huevo y la gallina, pero la política se presta mucho a los equívocos. Entre nosotros no parece muy difícil relacionar la huída hacia delante que ha emprendido Mas, con el desprestigio que afecta al conjunto del sistema, pero sería muy miope confundir la oportunidad, que le viene al pelo, con los motivos de fondo. Sin embargo, ya puestos a pensar en el asunto, no estaría mal que cayésemos en qué es lo que estamos haciendo mal desde hace tanto tiempo, puesto que no es lógico pensar que el secesionismo sea tan ineluctable como la tendencia a la entropía.
Que la democracia española se ha equivocado al afrontar el problema del nacionalismo separatista es evidente, y hace falta que los políticos sepan ver ligeramente más allá de sus propias narices. El llamado estado autonómico ha sido una fórmula fallida de integrar a los nacionalistas, y cuanto antes nos demos cuenta de ello, mejor. Las autonomías han traído más burocracia, más gasto público, más mamandurrias y más corrupción, casi nada que haya estado de acuerdo con aquella piadosa idea de acercar el poder a los ciudadanos. Tenemos un problema con los partidos, con su selección de líderes, con su forma de hacerse con todos los resortes del poder, con su moral distraída, con su corporativismo. Tenemos dos tareas urgentes e importantes: corregir el funcionamiento de los partidos, y repensar la forma de organización territorial del poder político. No pueden hacerse por separado, y la mejor demostración es Cataluña, un territorio en el que una fuerza cerrada y corrupta hasta las cejas quiere hacerse con todo el poder, y está dispuesta a poner fronteras en el Ebro para que nadie les pueda disputar el monopolio: han vuelto a descubrir que un buen movimiento nacional puede ser más eficaz para mandar eternamente que eso de la democracia, un mal asunto en el que podrían llegar a medrar hasta los charnegos.
[Publicado en La Gaceta]