Hay una rara unanimidad, por la derecha y por la izquierda, en que la democracia vigente ha llegado a un punto en el que se exigen cambios de fondo. La unanimidad en el diagnóstico no supone, para nuestra desgracia, unanimidad en la terapia recomendable. Aunque el tema es muy amplio, descartaré dos vías de solución que me parece no conducen a nada. La primera es la que se fija en los vicios de origen, como si nada pudiese arreglarse porque el pecado original impide cualquier enmienda. La segunda, que se parece mucho a la primera, es la objeción de totalidad, la suposición de que habría que derribar el edifico político en su totalidad para empezar la obra perfecta.
Frente a esas estrategias, por llamarlas de algún modo, que me parecen estériles, solo cabe la vía, modesta y molesta, del reformismo, que es el camino que ha permitido hacerse grandes a las grandes naciones que no padecen, al menos en la misma medida, los vicios que nosotros soportamos. Naturalmente, esa vía tropieza con una enorme dificultad, a saber, que habría que reformar instituciones y hábitos que muchas personas no demasiado inteligentes se pasan el día proponiendo como modelo. Nuestro problema a día de hoy es muy claro: las reformas que se hacen imprescindibles no gozan del beneplácito de los que mandan, de muchos líderes políticos que se imaginan estar viviendo en el mundo de la democracia ideal, pese a los ERES, las protegidas o los Bárcenas, pese al clientelismo, la corrupción, la ineficiencia y la opacidad con la que funcionan todas las instituciones políticas. No es un problema pequeño, pero no es imposible resolverlo.
Hay ciertos requisitos previos, tampoco nada fáciles, para lograrlo. El primero, la presión social, no va del todo mal, aunque desgraciadamente se mezcla con los impulsos anti sistema que nos llevarían, muy seguramente, a un mundo peor todavía que el que tenemos. El segundo la colaboración de la prensa, que sepa cumplir con su papel de informar, sin sectarismos ni anteojeras. El tercero, que los electores no se sientan necesariamente comprometidos por la estrategia del voto útil, por votar, en último término para que, ya que han de engañarnos, que nos engañen los “nuestros”. El sectarismo partidista es un vicio que ha corrompido muchas instituciones, las universidades, por ejemplo, y mientras una ola de exigencia y decencia no acabe con ello, será muy difícil mejorar la atmósfera política. Por último, y no es lo menos importante, que los españoles empecemos a exigir lo que practicamos, y dejemos de reclamar a otros lo que nosotros no hacemos. Pero no hay que desanimarse, nadie ha dicho que la democracia fuera un camino corto ni fácil, y sería necio renunciar a conseguirlo.