La deuda pública nos roba independencia y soberanía y nos trae demagogia y ocultación: es un mal muy grave. Pero, además, inicia un círculo perverso porque al acostumbrarnos a vivir con lo que no tenemos ni, en realidad, podemos pagarnos, se nos convierte en pedigüeños. Esa condición es la que aprovechan los políticos con pocos escrúpulos, por decirlo de manera suave, para prometer más que nadie, para engordar la deuda. Han descubierto hace tiempo que el crecimiento del gasto público da mayores oportunidades de robar y sustrae instrumentos y oportunidades de control, de manera que, por la izquierda y por la derecha, se declara que el gasto no admite recortes y ya se encargan de enardecer a quien haga falta con esa idea. En consecuencia, más gasto, más deuda, menos trasparencia, menos soberanía, mayor dependencia de los políticos y mayores beneficios para los grandes negocios que se entienden bien con ellos, el mundo financiero, las constructoras, la prensa, los funcionarios públicos, los sindicatos. Todos están de acuerdo en que merece la pena ser dependientes y gastar lo que no se tiene porque es un buen proceso de doma política y, sobre todo, porque ese dinero que se gasta alegremente lo gastan ellos y le sacan un rendimiento particular muy interesante a que el país vaya cada vez peor, hacia el desastre.
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