La Semana Santa dejó de serlo hace mucho para una amplia mayoría de españoles, pero parece que las procesiones y celebraciones que aún perduran van ganando público. Tiene su lógica, religiosa y laica. La primera reside en que, por encima del barroquismo excesivo de muchas procesiones, de cierta cursilería sevillí que se prodiga siempre algo más de la cuenta, de la mera curiosidad ante lo raro, las procesiones pueden suponer un latigazo más veces de lo que se piensa. Hay algo en nuestro sentimiento religioso que se conmueve con las imágenes y recuerdos de un misterio tremendo, con el que no se sabe qué hacer, pero, además, desde un punto de vista más agnóstico, las procesiones recuerdan algo que duerme pero no desaparece en el espíritu humano, y no está mal que así sea.
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