[Fotografía de El País]
La muerte ha pillado a Quini en la calle, de repente, como de sorpresa, al modo en que el gran delantero enchufaba un balón en la portería contraria.
Tenía solo 68 años, pero su imagen nos remite a un pasado que parece más distante, ese momento gris, de transición, en que el fútbol español no era nada, al margen de lo que había hecho el Real Madrid, que no fue poco.
El fútbol es ahora algo más rutilante, más invasivo, no tiene mucho que ver con aquel fútbol relativamente aficionado de hace casi treinta años. Tampoco nuestra realidad tienen mucho que ver, y esas diferencias no siempre son para bien. Quini fue un asturiano en el Barça, como luego lo han sido Luis Enrique o el Guaje Villa, pero no creo que estuviese especialmente contento de los enjuagues de su club con los que quieren una España rota. A lo mejor me equivoco, pero me parece que eso es lo que más separa la época de Quini del presente, esa sensación de que algo se ha roto y tiene difícil remedio.
Quini se fue a Barcelona con una naturalidad que ahora no sería tan fácil, tan inmediata, aunque los millones siempre sirvan para alfombrar las sendas más retorcidas. No puedo evitar, al lamentar su marcha, sentir que perdemos algo más que un futbolista, un símbolo de algo que se ha hecho más difícil, casi imposible, aunque me imagino que Quini nos invitaría a recuperarlo, y así espero que pueda ser, que volvamos a gozar de la naturalidad asturiana, española y catalana de ese gran paisano gijonés y culé.