Los partidos políticos, que nacieron del parlamentarismo hacen ya unos cientos de años, se han convertido en los protagonistas, aunque no únicos, de las democracias, son causa de sus éxitos y de sus fracasos. La fama que soportan depende muy directamente de sus respectivas historias, pésima en España o Italia, no tan mala en Inglaterra, Suecia o los EE. UU.
En un escrito de los pasados años cincuenta Gonzalo Fernández de la Mora introdujo en España el término de estasiología, una ocurrencia de Duverger, para denominar a la ciencia que se habría de ocupar de la naturaleza, fines y estructura de los partidos. El politólogo español nunca fue demasiado devoto de los partidos porque su preferencia estaba con la unidad, y el franquismo imperante en aquellas décadas, llámesele como se le llame, era un ejemplo bastante acabado de partido único. Lo que resulta más interesante de la teoría de Fernández de la Mora al respecto de la implausibilidad teórica de los partidos es su carácter de profecía autocumplidora, cómo la negación de casi cualquier posible virtud a estas entidades ha acabado siendo un factor determinante en el fracaso del gran partido de la derecha española en el que, seguramente muy a su pesar, acabó ingresando el propio Fernández de la Mora tras la muerte de Franco. El PP, en efecto, lo ha acabado subordinando todo a una supuesta eficacia del poder, se ha olvidado por completo de la libertad para certificar la bondad del sometimiento, y por eso ha podido imponer legislaciones que chocan violentamente con lo que sus electores creen, porque necesitan instruirlos en el arte de la sumisión para poder seguir mandando.
El magnicidio simbólico de Cifuentes puede tomarse, en efecto, como una demostración empírica, de las que gustaban al politólogo español, de que resulta imposible para la derecha construir y sostener un partido mínimamente decente, sin que ese partido se convierta en una caricatura chusca y castiza de los supuestos teoremas sobre la incompatibilidad entre la democracia y los partidos. Pero, para que los muy entusiastas de esa clase de análisis no se desmelenen en exceso, cabe hacer un par de advertencias. En primer lugar que las dificultades del PP para desarrollar una política medianamente digna, son relativamente recientes, como ha recordado recientemente Miguel Ángel Quintanilla, y, en segundo lugar, que la forma en que se está desarrollando el hundimiento del PP es extremadamente peculiar porque, pese a la evidente crisis política del PSOE, por no hablar de otros casos, este partido no padece fenómenos similares, puede estar perdiendo electores, pero sigue vivo, es capaz, al menos de momento, de soportar su crisis y de reformularse internamente, al margen de cuál acabe por ser el éxito de la fórmula elegida.
El PP, en cambio, parece empeñado en demostrar que la política es indiscernible de sus peores vicios, que los partidos, como pensaba Fernández de la Mora, cuya influencia en el actual PP es más que evidente según ha señalado repetidas veces Guillermo Gortazar, no sirven para ennoblecerla sino para envilecerla hasta las formas más extremas. En el caso Cifuentes, el PP no solo ha seguido su habitual estrategia de fases ante la corrupción (negación, generalización de la tacha mediante la técnica del ventilador, demora en cualquier solución, parche ad hoc y olvido del caso) sino que ha optado por exhibir una espectacular capacidad intimidatoria a la hora de la solución final. Cuando Rajoy dice que Cifuentes “ha hecho lo que tenía que hacer” pretende abusar una vez más de la semántica para convertir una vil ejecución encubierta en una conducta ejemplar de la víctima, hasta tal punto parece convencido de la capacidad de sus electores para soportarlo todo.
En el caso del marianismo, y vista la ejecución de Cifuentes, nos sentiríamos tentados a decir que el término duvergeriano merecería derivar de la palabra Stasi el nombre por el que se conocía a la siniestra policía política de la Alemania estalinista. La manera en la que el PP ha hecho desaparecer a su lideresa madrileña, tras los efusivos y estentóreos aplauso de Sevilla en defensa de “lo nuestro y de los nuestros” casi deja a “La vida de los otros” en una crónica rosa.
Por sustancioso que sea el caso para alimentar el morbo, es necesario preguntarse a qué clase de causas específicas remite, dejando de considerarlo como una simple especie de maldición o, en otra perspectiva como una deriva necesaria de lo que se postula como perversa naturaleza de los partidos. Lo que, a mi modo de ver, caracteriza de modo muy nítido el actual proceso que afecta al PP tiene un nombre rotundamente moral: la mentira. Los dirigentes actuales del PP han descubierto que poseen los medios suficientes (la prensa no ya amiga sino cómplice) para hacer pasar por verdad cualquier clase de embuste, y no consideran necesaria ninguna otra cautela para conseguir lo único que realmente pretenden: continuar cuanto puedan, persistir hasta ver si desaparecen de manera definitiva los nubarrones que amenazan su destino personal.
Así dicho, se trataría de un mal muy general, porque, en efecto, no sería la primera vez, ni será la última, que se recurre a mentir de manera clamorosa para conservar el poder, es una conducta que está en la esencia de cualquier negativa a la posibilidad limpia y pacífica de destitución electoral que caracteriza a las democracias maduras. Cuando un gobierno comprende que, si se sabe la verdad, peligra su existencia, siempre tiene la posibilidad del engaño para prolongar su mandato. No es este, por tanto, el carácter específico del mal que aflige a los dirigentes del PP. Lo que más bien ocurre, es que el PP ha abdicado de manera radical de cualquier actividad o testimonio que pueda considerarse política, jibarizada hasta reducirse únicamente a la sumisión absoluta al de arriba. Los dirigentes del PP, y sus afiliados en alguna medida, han renunciado a su libertad y a su dignidad, que es la premisa necesaria para poder aplaudir con entusiasmo algo que todos saben que no lo merece, como ocurrió en Sevilla, a las órdenes de la sargento Cospedal, o en la Asamblea de Madrid secundando siempre a la muy mentirosa Cristina.
Escucho la objeción del escéptico: “bien, todos los partidos mienten, todos los políticos roban”, e incluso un paso más en el argumento: “lo que ocurre es que siempre se magnifican los defectos de la derecha, el máster de Cifuentes, al tiempo que se ignoran los gravísimos delitos de la izquierda, los ERE de Andalucía”. No me cabe duda de que ese argumento defensivo opera en los corazones de muchos electores, pero frente a él, creo necesario afirmar que, para un liberal, como para un conservador, puede ser comprensible que un socialista robe o mienta, porque está en la esencia de su doctrina el empobrecer a los ricos, o el mentir por el bien de la revolución, pero que lo haga alguien en nombre de los valores que la derecha tendría que sostener, como son la dignidad, la decencia, al amor incondicional a la verdad y la libertad y el respeto a lo ajeno, es sencillamente insoportable. En último término, que quienes han de luchar por dignificar la política se dediquen a envilecerla es el pecado que no debiera tener perdón.