España es el país de las reuniones, aunque supongo que se tratará de un mal más general. A mí me parece que entre nosotros las reuniones, además de ser frecuentemente inútiles, se hacen por motivos que nada tienen que ver con lo que se proclama. Me parece que se busca dar sensaciones, nada de pensar o de buscar soluciones. A este estilo pertenece el espectáculo de 700 rectores reunidos para definir «el futuro de la educación», o el de la tira de empresarios, con dos Reyes a la cabeza, reunidos para impulsar la investigación y el desarrollo en España. Nada de nada.
Supongo que por ahí fuera también hay reuniones inútiles, puros espectáculos, pero es que aquí casi no hay otra cosa. Yo creo que todo deriva de los problemas que tenemos con las palabras o, por mejor decir, con sus significados: hoy he asistido a un coloquio en el que los dos protagonistas de la improbable conversación han hablado cerca de una hora cada uno, pero, aparte de los elogios mutuos y abundantes, sin mediar nada parecido a un debate, a una discusión, supongo que por pensar que es de mala educación llevarle la contraria a un colega tan famoso. Confieso que asistí atraído por la rareza de la convocatoria, pero me quedé con un palmo de narices, debo ser de los únicos que todavía creen en que las palabras sirven para referirse a una cosa determinada, no a cualquier otra, pero aquí estamos muy acostumbrados a entrar en una sala que tenga un cartel de «laboratorio de Ornitología» y encontrarnos a una señora rellenando el bono loto. Tal vez los organizadores de mi frustrado coloquio podrían haber puesto «Dos soliloquios» en la convocatoria y, a lo mejor, los hablantes habrían decidido interpelarse, el caso es que no hubo coloquio, pero si una reunión, que es de lo que se trataba, como es evidente.