Las elecciones recientes han colocado a los partidos que de manera convencional se consideran de centro y de derecha en una situación que no parece estable, que, en cualquier caso, no sería inteligente mantener. El resultado electoral ha sido muy frustrante para el PP, que a buen seguro no esperaba nada parecido. Desde 1996, el PP ha venido disfrutando de una mayoría cómoda, con claras opciones de vencer al PSOE (lo hizo en cinco de las ocho convocatorias que ha habido), pero su deterioro electoral, que comenzó en 2011, se ha acelerado de tal manera que ha perdido casi la mitad de los votos obtenidos en 2016, cuando ya se encontraba en una situación muy comprometida. En esa fecha, como en 2015, cuando su descenso fue más brusco, el alivio llegó de la mano del desastre del PSOE, que ahora parece haber recuperado el resuello, pero sin exagerar, porque solo ha conseguido superar el porcentaje desastroso de las dos últimas elecciones, con el tercer peor resultado de su historia.
El escenario para el centro y la derecha aparece mucho más complicado que el de la izquierda donde el PSOE ha domesticado a un Podemos bastante más bisoño de lo que aparentaba. Para el PP, en particular, el panorama es harto complicado, pero debería aspirar a recuperar la hegemonía perdida, como lo ha hecho el PSOE. No será fácil, pero no es imposible. El PP tiene los mismos defectos que los demás partidos, pero los ha exagerado con un exceso de confianza en sus posibilidades y tiene que encontrar solución a su problema mediante un análisis crítico muy exigente, porque sus dolencias no son de las que se pasan con la primavera.
Que el rajoyismo es el culpable del 99% de su descalabro solo se puede ignorar si se atiende al erróneo intento de Casado de recuperar, de algún modo, una figura política que ha sido letal para el partido. Al hacerlo, Casado ha continuado, de forma inconsciente, uno de los hábitos peores del rajoyismo, la negación de la realidad, la confianza ciega en que los españoles estaban tan contentos con el PP como lo estaban, sin excepción, los miembros de sus numerosas e irrelevantes ejecutivas, más empleados de cierto postín que políticos en activo. La manera en que Casado ha manejado las listas, por ejemplo, le ha supuesto un fardo adicional a la insoportable carga heredada.
Casado debe enfrentarse ahora a una situación extremadamente difícil y, si no acierta a manejarla, pasará a la historia como un paréntesis doloroso. Su empleo del argumento del voto útil está a punto de volverse en su contra, además de no haberle servido para nada. Sin embargo, Casado y el PP tienen la obligación de recuperar el espacio dividido y solo lo podrán hacer si aciertan a diagnosticar cuál es la clave de que casi siete millones de españoles que votaron en 2011 al PP hayan dejado de hacerlo. Casado ha acertado al decir que hay que reconstruir el partido piedra a piedra, y eso exige encontrar unos cimientos muy firmes y seguros.
Hay dos actitudes muy de fondo que, en mi opinión, han deteriorado la credibilidad del partido, porque el desenganche de sus votantes tiene un componente mucho más sentimental que político, y por eso han resultado irrelevantes, y seguirán siéndolo, los amagos de cambiar de orientación. La inmensa mayoría de los votantes del PP le han negado su voto no porque lo vean más a la derecha o menos, sino porque han llegado a verlo como una organización que ha ido a lo suyo, más como un sindicato de beneficiados que como un órgano de representación y participación de los ciudadanos que prefieren asumir la responsabilidad de sus vidas a depender de la supuesta benevolencia de los políticos. El PP no volverá a ser lo que pudo haber sido hasta que no comprenda que tiene que llegar a ser un partido distinto, un objetivo en el que no le costará demasiado sacar ventaja a sus rivales que practican formas más o menos disimuladas de cesarismo.
El segundo error de fondo del PP tiene que ver con la forma que ha adquirido su belicosidad, en parte por una contaminación absurda de la izquierda. La izquierda puede vivir de la crítica, pero la derecha tendría que aprender a vivir de la esperanza que susciten unas propuestas bien arraigadas en la experiencia y expectativas de los electores. El PP no puede aspirar a ganar diciendo lo malvados que son sus adversarios, sino convenciendo de que sus propuestas, y sus prácticas, son mejores que las ajenas. Los españoles no creen que Sánchez sea un genio, ni siquiera del mal, y no entienden que el PP haya entrado en campaña con el ceño del que ha perdido y con el único objetivo de derrotar a Sánchez. El fútbol de ataque no tiene que ser leñero, sino alegre, creativo, corajudo y tenaz, aunque no siempre lleve al triunfo, porque alguna vez tienen que ganar los demás, y los socialistas estaban esperando su turno. Los electores no han creído que Sánchez sea un tipo peligroso para España: ven que los rebeldes están siendo juzgados, y saben que el PSOE nunca será nada sin los votos catalanes, así que es el más interesado en que no haya ninguna ruptura de España, que, además, es imposible, no se ha conseguido ni con Rajoy. El intento de apropiarse de la Constitución ha sido otro error de bulto que no da ni medio voto, además de ser un cordón sanitario al revés. No hay que imitar todos los errores de Ciudadanos.
Rajoy confundió el deseo de calma de los españoles, que no quieren que los políticos les compliquen la vida ni los lleven a profundizar en querellas más o menos absurdas, con una pasividad suicida, porque tampoco quieren que los políticos se achanten cuando cualquiera se burle de la ley y las instituciones y desprecie, con ello, la voluntad de concordia de la mejor España de los últimos siglos. El PP no ha sabido disculparse de errores tan burdos y ha confiado sin motivo alguno en que le perdonarían tamaños deslices, es evidente que no ha sido así.
El porvenir del centroderecha no depende ahora solo del PP, pero el PP puede seguir siendo decisivo para determinarlo, porque solo ese partido ha mostrado en sus mejores momentos un valor político indiscutible para ser alternativa de Gobierno. Tiene que disculparse con los que le han abandonado, y detectar con claridad cuáles han sido los motivos que les han llevado a hacerlo, pero, hasta ahora, ha dado la impresión de empecinarse en confundir los efectos, la ruptura de la unidad, con las causas que la han hecho posible, y se ha dedicado a reñir a los electores en lugar de ser humilde, aprender la lección y empezar de nuevo a ganarse el afecto de tantos millones de españoles que otras veces han confiado en él. No es un problema de estética, o de estar más o menos a la derecha o hacia el centro. En la medida en que asuma como única orientación esas coordenadas, volverá a dar la sensación de querer por encima de todo el voto, de un oportunismo sin corazón y con poca cabeza, de querer servirse de los electores en lugar de ponerse a su servicio.
El PP tendría que dejar de hablar de una España en riesgo de romperse, para hablar de la España admirable que se resiste a fracasar, y que no quiere ser una España de privilegios y desigualdades, sino competitiva y abierta. Tiene que hablar de reconciliación y de concordia, mostrar que no hace falta azuzar el descontento de unos y de otros, el desequilibrio y la inestabilidad territorial que perjudica a todos, y que el PP no quiere sacar gasolina de esa manera, que no quiere emular el tremendismo que siempre utiliza la izquierda. El PP tiene que dejar de ser el mensajero del miedo y convertirse en una opción prometedora, tiene que volver a pedir el voto por razones positivas, como se hizo en 1996, y no por miedos o supuestas utilidades, convenciendo a los españoles de que habría que votar al PP aunque el PSOE fuese bueno, por la sencilla razón de que se tienen mejores propuestas para la España de la tercera década del XXI, en una Europa decaída y en un mundo muy distinto, y que esas son las ideas más atractivas, las que pueden volver a poner en píe a un país más libre, próspero, solidario y orgulloso de sí mismo.
Si el PP sabe convertirse en el partido de las libertades, de la creencia en que todos tenemos derecho a vivir conforme a nuestras creencias y opciones, el partido al que votan los que creen más en sí mismos que en las decisiones que sobre ellos puedan tomar otros, recuperará su espacio y volverá a estar en condiciones de ganar.
Mientras persista la sensación de que el PP está molesto porque le han robado la cartera, y no asome su voluntad de construir y de hacer una política de crecimiento, concordia y bienestar para todos, el PP será rehén de sus dos laterales. Pero para conseguir todo eso, el PP tiene que volver a ser lo que dejó de ser bajo la batuta de Rajoy, la casa común de conservadores y liberales, el partido en el que puedan debatir y acordar las mejores políticas, es decir una fuerza que no se empeñe en ser una derecha sin complejos, por emplear la manida expresión, sino una derecha con ideas, muy pegada a la realidad, con una vocación mayoritaria, un partido de patriotas honrados sin nacionalismos de gutapercha, capaz de proponer políticas equilibradas e inteligentes, de suscitar de nuevo adhesiones y esperanzas. Solo así dejará de ser percibido como una incómoda camisa de fuerza que se quiere imponer sin demasiadas razones, y solo entonces la izquierda dejará de tener pase de cortesía para ganar las elecciones sin mayor esfuerzo.