David Jiménez cuenta en su libro, El Director, que explica bastantes cosas sobre la baja calidad intelectual y moral del periodismo español más reciente, que Rodríguez Zapatero le respondió con una réplica ingeniosa a su alegato sobre “El triunfo de los mediocres”, un texto digital del autor que había circulado con gran éxito atribuido a toda clase de plumas, desde Forges a Vargas Llosa. Jiménez, que en ese momento era director del El Mundo, había escrito cosas tan puestas en razón como las siguientes: “Mediocre es un país donde sus habitantes pasan una media de 134 minutos al día frente a un televisor que muestra principalmente basura. Mediocre es un país que en toda la democracia no ha dado un presidente que hablara inglés o tuviera mínimos conocimientos sobre política internacional. Mediocre es el único país del mundo que, en su sectarismo rancio, ha conseguido dividir incluso a las asociaciones de víctimas del terrorismo. Mediocre es un país que ha reformado su sistema educativo trece veces en tres décadas hasta situar a sus estudiantes a la cola del mundo desarrollado. Mediocre es un país que no tiene una sola universidad entre las 150 mejores del mundo y fuerza a sus mejores investigadores a exiliarse para sobrevivir”, pero Rodríguez Zapatero le espetó la siguiente pregunta “¿y si es verdad que solo triunfan los mediocres, me puedes explicar cómo has llegado tu a ser director de tu periódico”.
El reparo de Zapatero era bueno, pero no invalida el juicio de Jiménez, entre otras cosas porque el periodista le podría haber contestado al político que el mejor modo de contrastar la pertinencia del argumento no era su caso sino el del propio Zapatero, pero no debió hacerlo, puesto que no queda constancia del lance. Sin embargo, la objeción zapateril puede servir, por debajo de su forma lógica, para soportar un sólido alegato moral. Me explicaré con una escena histórica. Ramón y Cajal, que podría ser considerado cualquier cosa menos mediocre, cuenta que eran muchos los compañeros de su facultad en Madrid que le impulsaban a que tomara partido contra un catedrático cuyo prestigio social era bastante inmerecido, un caso nada extraño, por cierto, pero don Santiago se negaba a perder el tiempo con aquellas campañas, por justificadas que estuviesen, porque tenía que concentrarse en lo suyo, y su trabajo absorbente y constante fue la manera ejemplar en que se distanció de la mediocridad reinante de manera radical. Hoy día don Santiago es reconocido en el mundo entero mientras nadie, ni siquiera la mayoría de los especialistas en historia de la medicina, recuerdan el nombre del fantoche que excitaba los ímpetus críticos de sus colegas, y, por cierto, tampoco de ninguno de los nombres de aquellos debeladores de la mediocridad.
Es probable que seamos más mediocres de lo que nos gustaría reconocer, pero nada se cura con solo repetirlo porque eso no nos libra del mal: el único remedio es el don Santiago, trabajar sin parar, atreverse a ser excepcional sin perder tiempo pretendiendo lograrlo señalando con el dedo a los que entendemos que son peores que nosotros.
Me parece que esta reflexión tiene una aplicación inmediata a la política, un campo en el que tantos se afanan para mostrar lo malos que son sus rivales, dando por hecho que esa capacidad de denuncia los convierte a ellos en admirables. Es más, muchos llegan a pensar que sus malos resultados se deben a que no han atizado con la debida saña a los demás. Como en esto no andamos faltos de maestros, esos mismos ayatolas se dedican a recordar una y otra vez a los demás lo flojos que son en la denuncia de los males de la patria, y con eso se labran su fama la amplísima cofradía de insultadores con tribuna.
Un caso parecido al alanceo de mediocres se encuentra en la adopción súbita de un tono moderado. Aprender a colocarse en el lado correcto de la historia es una disciplina sencilla, basta con recordar que la mayoría carece de memoria suficiente, y así hemos podido ver al Iglesias más oportunista dando lecciones de moderación a derecha e izquierda, haciendo, de paso, un gran favor a la causa de Sánchez, lo único que parecía importarle en ese momento.
Son muchos los observadores que tienden a exasperarse con los recientes resultados electorales de España, sea porque consideran que son mediocres, y es verosímil que lo sean, están en la línea de la mayoría de las últimas trece convocatorias, sea porque los españoles no se han dignado dar la mayoría a los que se la concederían a sí mismos sin molestarse en contar. Mejor harían, unos y otros, en tener un espíritu crítico capaz de dejar de ver los defectos ajenos y fijarse en los propios, y, sobre todo, mejor nos irá a todos si en lugar de criticar las respuestas de los electores nos esmerásemos en mejorar las propuestas de los partidos.
Los partidos tienden a tratar a sus electores no como ciudadanos capaces de discernir, sino como clientes entregados a una marca. Los partidos siguen pensando no en que los electores voten a X sino en que sean de X y por eso han vertido tantos ardores en la defensa de lo que llaman voto útil, en reclamar el voto en lugar de ganarlo.
He citado repetidas veces una sentencia sutil de Bertrand Russell, un tipo muy poco convencional, que decía que en una democracia los elegidos nunca pueden ser peores que sus electores pues si lo fuesen, entonces, por reductio ad absurdum, los electores serían todavía peores al haberlos elegido. Basta, pues, de criticar a los electores mediocres por votar como lo hacen, y trabajemos unos y otros porque no tarde en llegar el momento en que las elecciones sirvan para algo más que para repartir la tarta, aunque por supuesto hacerlo de manera pacífica sea bastante mejor que a tiro limpio, es decir que empiecen a servir para que electores y elegidos abandonen la rutina de las consignas y los sobreentendidos y se decidan a hablar y a debatir sobre problemas reales y no sobre fantasmas, sobre esperanzas razonables y no sobre miedos infundados.
Esta recomendación creo que vale para todo el mundo, pero es muy aplicable, en especial, a lo que entendemos por derechas que empiezan a ser harto proclives a calificar a sus competidores de mediocres, cobardes, tránsfugas o veletas, en lugar de ejercitarse en desvelar los mitos políticos que les condenan a perder las elecciones incluso cuando la sociedad española empieza a despertarse, poco a poco, por supuesto, del sueño paternalista y socialdemócrata para darse cuenta de que no es verdad que por el mar corran las libres y por el monte las sardinas, como rezaba la letra irónica y sabia de la vieja canción infantil. Los españoles podemos ser mediocres, pero no del todo gilipollas, y hace falta que nuestros líderes se empeñen en emular a Ramón y Cajal en lugar de pasarse tanto tiempo viendo “Supercagantes”, “Gran Cuñado 7”, “Juego de cromos”, o cualquiera de esos programas que tanto hacen por embotar la sensibilidad y entorpecer las meninges del personal desde las teles protegidas por los gobiernos para que nada se desmande en su granja, para acrecentar esa mediocridad inducida que les trae tan pingües rentas.