Se cumplen ahora cuarenta años del discurso con el que Adolfo Suárez comunicaba a los españoles que había presentado su dimisión irrevocable al Rey porque el desgaste sufrido en cinco años de muy intensa actividad política había deteriorado su imagen y algunos lo presentaban como un obstáculo en la consolidación de la democracia que él, como nadie, había contribuido a poner en píe. Jorge Trías ha recordado en un excelente artículo de ABC los factores principales que hicieron imposible su continuidad, los golpes que tuvo que soportar mientras pudo.
Al recordar lo que fue, sin duda, un trauma fundacional, la extraña salida del escenario de uno de los grandes protagonistas de la transición, se hace necesario enmarcar esa escena en ciertas consideraciones que pueden contribuir a entender algunas de las graves dificultades con las que se enfrenta la política española. Y hay que hacerlo así para desmentir una convicción muy extendida y de escasa lógica, aquella que da en suponer que por haber partido de una democracia «imperfecta» hemos estado obligados a estropearla más… en lugar de procurar mejorarla. Así es corriente atribuir a la transición errores y deficiencias que tienen su causa en acontecimientos políticos posteriores, porque nada impedía que los errores iniciales, supuestos o reales, se pudieran subsanar, no ha sido irremediable agravarlos.
Como se trata de un asunto que sobrepasa de largo la capacidad de una columna de opinión, me limitaré a analizar un único problema que estuvo presente en la dimisión de Suárez y que, agravado, continúa condicionando la vida política española. La dimisión de Suárez se ha solido atribuir al “desastre” de la UCD, a sus querellas internas, a su división, a su condición caótica. Es verdad que Suárez no tuvo apoyos suficientes en su partido, y que algunos de sus “barones”, como se empezaron a llamar entonces, llegaron a entender que la desaparición política de Suárez era esencial. Pero Suárez dimitió porque se encontró desasistido por el Rey que era quien le había nombrado, pensaba que el Rey le animaría a continuar, como había hecho otras veces, y la frialdad con que D. Juan Carlos escuchó sus razones no le dejaba otra salida. Hubo en ese momento un distanciamiento efectivo y grande que era reflejo no del barullo de la UCD sino de la necesidad que el Rey sentía de acelerar la llegada del PSOE al poder para consolidar la Monarquía.
El Rey abrigaba un propósito claro, pero para cumplirlo era necesario que la UCD perdiese unas elecciones porque ya había ganado dos; el Rey tenía una comprensible prisa en que gobernasen los socialistas y Suárez siempre supo que ese era el final lógico del asunto, y jamás se opuso a ello. Tal vez fue el primer «exceso» del Rey, por comprensible que parezca, que lo parece.
Una prueba de que el Gobierno de Suárez era algo más que un gobierno de partido es que «condonó» las deudas municipales para permitir que los nuevos ayuntamientos democráticos, que de modo muy presumible iban a caer en manos del PSOE pudieran hacer política sin obstáculos. Ningún Gobierno de partido lo habría hecho. Esa tensión entre ser la mano derecha del Rey y el líder de un partido fue insoportable, era un imposible metafísico y produjo la distancia emocional entre el Rey el presidente que precipitó su dimisión. Una prueba de ello es que en el BOE en que figura la concesión del Ducado a Suárez no hubo preámbulo justificativo, porque Zarzuela al firmarlo eliminó la exposición de motivos, que era una apología de la labor política de Suárez, que había preparado el Ministerio de Presidencia.
Suárez fue perseguido por todos, se convirtió en blanco de todas las iras, una persecución de la que, por cierto, no puede excusarse el PSOE, que tenía unas incontenibles prisas por llegar al poder y no se caracterizó por hacer una oposición, digamos, moderada. Bastará recordar el escándalo parlamentario montado por el encontronazo con la policía de Jaime Blanco en Cantabria, los exabruptos contra Suárez («tahúr del Misisipi»), por no mencionar la «operación Armada» o, después, el asunto de la colza.
La UCD pagó el pato de todas esas circunstancias y no pudo llegar a consolidarse como partido. Parte del problema estaba en que Adolfo no quería ni podía ni sabía ser un hombre de partido, mientras que algunos barones, y las bases, sí querían hacer un partido, pero no hubo manera de arreglarlo y ambos se prestaron a pasar a la historia. La consecuencia última de ese fracaso en la consolidación de un partido democrático de centro derecha es que hubo que darle el testigo de la oposición a Fraga, que tampoco creía en nada que se pareciera a un partido democrático al estilo europeo, y hasta hoy ese partido no ha llegado nunca a existir con el debido vigor, de modo que el PSOE, o quien se haga con él, no ha tenido un partido de verdad capaz de hacer oposición a su altura. Ha habido «líderes», pero no partido.
Es una afirmación que puede extrañar a muchos, pero responde a una realidad muy clara. Ni la AP ni el PP pasarían la prueba en un supuesto examen de idoneidad organizativa como partidos. No celebran congresos con asiduidad, no debaten nada en su interior, su organización es opaca y administrativa, y por eso se ha podido encarnar en ella una corrupción vergonzosa y muy difícil de combatir. Siempre que se han enfrentado con un tema candente, con una cuestión que podía dividir a sus muy diversos electores, su opción, llevada al paroxismo con Rajoy, ha sido evitarla, en lugar de tratar de encontrar un acuerdo político mediante la negociación, el debate interno y la participación activa de todos los sectores que forman un auténtico partido. Tal es la única manera en que los grandes partidos pueden subsistir, no siempre con éxito, pero siempre con la misma fórmula: elaborar con participación abierta a todo el partido una doctrina común que sirva de acuerdo a todos y pueda cosechar el éxito electoral cuando se acierte a expresar los deseos y los compromisos de una mayoría política
Como se sabe desde hace mucho tiempo, los partidos tienden a ser oligárquicos en lugar de democráticos, pero lo que constituye un error mayúsculo es no arbitrar los sistemas para que esas tendencias puedan corregirse y se logre articular un nivel alto de participación ciudadana y de renovación política. Es necesario, por ejemplo, evitar que la elección de los órganos de gobierno y de los candidatos electorales esté controlada de manera férrea e ilegal, desde arriba, que no tenga nada que ver con un proceso de selección de los más aptos; ese proceso castrador lleva trazas empeorar al multiplicarse en muchas autonomías rompiendo en buena medida la tradicional unidad en torno al líder nacional que era indiscutible.
En el centro derecha el falso argumento de que fue el guirigay de la UCD el causante de su desaparición se ha empleado como argumento para justificar el cesarismo, pero cualquiera puede ver que esa tentación es ahora mismo ridícula, y que incluso un individuo tan dotado como Trump acaba siendo víctima de esas dinámicas destructivas de cualquier partido. Suárez dio pasos ciertos y valientes hacia la libertad y la democracia, pero queda mucho por recorrer como para poder presumir de nada.