La lección de Katyn

Andrzej Wajda es un extraordinario director de cine, extraordinario, incluso, para ser polaco; lo digo porque no creo haber visto una mala película polaca, y recuerdo muchas de Kieslowsky, Kawalerowitz, Skolimowsky o Agnieszka Holland como verdaderas obras maestras. De Wajda hay que recordar, al menos, tres películas extraordinarias, El hombre de mármol (1977), El hombre de hierro (1981), Pan Tadeusz (1998) que, siempre un poco a trasmano, se han podido ver en España.

En 2007, a sus 81 años, filmó Katyn, que ahora se estrena entre nosotros, una reflexión sobre la matanza de millares de oficiales polacos a manos del ejército soviético. La película es una maravilla de equilibrio en todos los sentidos del término, una auténtica obra de arte desde las mismas imágenes que sirven de fondo a los títulos de crédito, unas nubes negras, metáfora de lo difícil y esforzado que siempre es el recuerdo de lo que se quiere y se ha perdido.

Lo que se nos cuenta tiene mucho que ver con la vida de Wajda. Su padre fue uno de los asesinados en Katyn y él, que estuvo unido a Walesa en Solidaridad, ha declarado que nunca pensó que pudieran librarse del poder soviético para ver una Polonia libre. Creo que esta película es algo que Wajda deseaba hacer, una celebración del error en que le hacía incurrir el miedo, y de que se puede hablar del pasado sin deformarlo, con cierta distancia y con respeto. La película retrata el procedimiento con el que los soviéticos se libraron de unos oficiales con los que seguramente nunca supieron qué hacer, con una frialdad y eficiencia que nos permitiría hablar de la banalidad del mal, por emplear el excesivamente manoseado título de Hanna Arendt.

Wajda, que seguramente pudiera tener motivos muy fuertes para hacer un retrato demagógico y destructivo de los soviets, no se deja llevar por esa venganza retrospectiva e ilusoria, y se esfuerza por retratar lo mejor que puede una crueldad específica dentro del marco horrible de una guerra total. El fondo de la narración es su propia vida, la vida de los polacos que dudan entre creer una verdad insoportable o someterse a una dictadura que les iba a robar la mayor parte de sus vidas, lo mejor de ellas.

Wajda ha hecho un homenaje a los millones de personas dignas que mueren sin apenas motivo, pero sin dejar que su corazón se llene de odio, sin permitir que su derecho a la justicia los convierta en un calco de lo que odian. Polonia aceptó su derrota con resignación, con tristeza, pero Wadja nos dice que, por debajo de esa humillación, el deseo de vida y de libertad supo mantenerse entero y hacer posible la esperanza.