Lo mejor del año

En estas fechas que suelen andar escasas de noticias, los periodistas recurren a preguntar a toda clase de personajes sobre lo mejor y lo peor del año pasado. Hace poco, veía en la TV una de esas ruedas de opiniones que circulaba de manera bastante previsible cuando, de repente, escuche cómo una señorita diputada afirmaba, sin pestañear, que lo mejor de 2008 había sido la labor de su líder.  La verdad es que no sé la razón por la que me sorprendí, porque pocas cosas hay tan previsibles como la devoción de un diputado español a su jefe, pero como estaban recién publicadas varias encuestas diametralmente contrarias a la opinión de tal lumbrera, me pareció que el cuajo que exhibía para adular sin pudor, y sin sentido alguno, a la persona a la que se cree deber era notoriamente excesivo. No cabe imaginar que la insigne diputada hablase con sinceridad,  porque eso supondría un caso tan agudo de deficiencia mental que resulta muy improbable incluso en un sistema tan poco brillante como el español. La diputada mentía con desparpajo, convencida de que eso es parte importante de su trabajo: repetir consignas, dar por hecho que su partido es el mejor y su líder el no va más, aunque eso suponga despreciar el criterio y los sentimientos de la mayoría de los electores, de sus partidarios incluso, porque con demasiada frecuencia los dirigentes de los partidos actúan como si los españoles fuésemos tontos, lo que da bastante que pensar. Si se le hubiese preguntado cómo decía tamaña mentira, se refugiaría tras la afirmación arrogante de que las vacilaciones y las debilidades en la defensa de lo propio favorecen exclusivamente a los contrarios.

 ¿Cómo es posible que los partidos políticos consigan controlar el país a base de clonar a personas de características similares? La selección de los dirigentes es uno de los puntos más débiles de todo nuestro sistema. La dinámica interna de los partidos favorece la consolidación de un auténtico sindicato de mediocres  que compiten en imitar hasta los gestos externos de los líderes y contribuye a rodearlos de auténticas falanges de aduladores que, tarde o temprano, acaban por hundir al rodeado. Los efectos de este sistema se perciben mal desde fuera porque, al tratarse de un vicio fatalmente compartido, sus efectos no desequilibran la balanza electoral, únicamente desencantan cada vez más a quienes tienen derecho a espera que la democracia sea un sistema capaz de mejorarnos y no de avergonzarnos. 

El desprecio a la evidencia se ha convertido en una especie de habilidad en el mercado político español. La mentira acaba por ser insignificante cuando se supone que todos mienten, lo que hace que efectivamente pueda obtener éxito el más audaz de los cínicos,  aunque sea un auténtico embustero, un incompetente de tronío  y un verdadero necio.  La democracia española está gravemente amenazada por un anquilosamiento político fruto de la partitocracia y por vicios que, de no corregirse de inmediato,  pueden suponer su conversión, a un plazo no demasiado largo, en una auténtica caricatura. En nuestra democracia son demasiadas las cosas que empiezan a ser mentira, empezando por la inexistencia de un auténtico parlamento representativo de los ciudadanos, de sus opiniones, de sus intereses y de sus deseos. Aquí las elecciones se hacen de arriba abajo, nunca al revés: los electores se ven limitados a refrendar una lista que confecciona el líder del partido que, a su vez, elige normalmente, y por procedimientos aún más discutibles, a quienes le reelegirán internamente hasta que fallezca, se canse o sufra una derrota electoral cuando el personal piense que la cosa pasa ya de castaño oscuro (lo que en el caso de la izquierda suele requerir unos quince años).

El artículo 66 de la CE atribuye a las Cortes el control del gobierno: ¿alguien piensa que lo hacen? ¿Es imaginable en España que una comisión parlamentaria presidida por un miembro del partido en el gobierno elabore un dictamen que ponga en un grave aprieto al presidente? Eso es lo que acaba de hacer el senador Mc Cain, reciente candidato republicano, al elaborar un informe que coloca al presidente Bush ante una situación muy comprometida. Aquí, por el contrario, hemos acabado por no hacer comisiones de investigación porque siempre  se sabe de antemano lo que van a acabar concluyendo.

Buena parte de la responsabilidad de estas lacras vergonzosas pueden atribuirse al maniqueísmo de la política española, a la falta de confianza en un régimen de limpia y auténtica competencia.  Produce verdadera vergüenza que siga siendo verdad aquello que critica un personaje galdosiano: “No había en España voluntades más que para discutir, para levantar barreras de palabras entre los entendimientos, y recelos y celeras entre los corazones”. Necesitamos con urgencia que entre aire fresco en el sistema, que la democracia sirva apara algo más que para alabar al que triunfa y elogiar la belleza de su traje, aunque el rey esté desnudo.

[publicado en El Confidencial]

Somos los mejores

[Una locomotora de Renfe y otra de Continental Rail, una de las primeras compañías privadas de transporte de mercancías en España, esperando destino en la estación de mercancías de Valencia]

Entre españoles es corriente cierta disonancia a la hora de valorar lo que nos es propio. Existe el derrotismo, que tal vez sea un fruto especialmente tardío de nuestra leyenda negra, pero también existe la petulancia, muy frecuentemente disfrazada de objetividad. El terreno en el que esta última se aplica más a fondo es el del ámbito inmediato, el localista, la manía identitaria que nos arrebata por todas partes. Contra lo que pudiera parecer, no es un vicio nuevo. En nuestra mejor literatura, en Cervantes, en Galdós o en Baroja, se encuentran muestras abundantes de la sorna con la que retratan las pretensiones fantasiosas y estúpidas de tantos personajes seguros de que nadie es mejor que él y que los suyos. La moderna plaga del nacionalismo ha conseguido una socialización de ese sentimiento estúpido con el apoyo de la clase política, siempre interesada en el halago productivo. La retórica de ZP está fortísimamente inspirada en la convicción de que la adulación es políticamente muy rentable.

Poseídos de convicciones de este tipo se puede ir por el mundo haciendo el ridículo sin apenas caer en la cuenta, y se pueden contar esos viajes al vecindario como si el mundo se hubiese quedado suspendido y boquiabierto ante tanta brillantez, ante tamaña elocuencia. A parte de la vaciedad absoluta de esa clase de sentimientos, su peor consecuencia reside en que contribuyen a que la mejora de las cosas se haga imposible. ¿Para qué vamos a modificar nada si somos los más avanzados, los mejores, los líderes indiscutibles del asunto?

Últimamente me llama la atención la frecuencia con que aparece la afirmación de que nuestro ferrocarril es el más avanzado del mundo: los vehículos más modernos, las líneas mejor diseñadas, las estaciones más funcionales y un sinfín de virtudes más. Resulta realmente inverosímil que se diga tal cosa cuando estamos a la cola del mundo en el transporte de mercancías (que debería ser la primera de las obligaciones del ferrocarril en España) o cuando gastamos fortunas en construir estaciones pretenciosas en las que nadie toma un tren. En Inglaterra han unido Londres con París en menos de diez años y aquí no hemos acabado de llegar a Barcelona (aparte que casi se nos hunde) y ya llevamos una docena. Este tipo de baladronadas se destruye con cálculos elementales, pero el personal que no quiere que un dato le estropee sus ensoñaciones se siente feliz sabiéndose parte de la mayoría.