Sobre la lectura

A mi deseo, los Reyes Magos me han regalado dos nuevos tomos de los diarios/novela en marcha de Andrés Trapiello, concretamente los dos últimos (que creo son decimosexto y decimoséptimo). Es una obra extensa, sin duda, pero menos de lo que pudiera parecer al ver los lomos, porque, por lo general, están compuestos en un tipo amplio y, a nada que se lea, se alcanzan las cincuenta páginas. Hace poco mantuve una breve conversación con varios amigos que eran, en general, reticentes sobre la obra de AT. También recuerdo que, algo más atrás, un amigo, inteligente y buen escritor (lo que no siempre tiene que coincidir), se mostró burlón al saberme lector de este Trapiello.

Este curso he propuesto a mis alumnos la lectura de un texto de David Gelertner (“El estudio del Talmud”) que trata, precisamente, sobre la lectura, en este caso a propósito de la informática y del uso científico de los textos. Gelertner presume que comprender correctamente el Talmud puede llevar más de diez años y compara la lectura que requiere con otras formas de leer. Total, que al volver a la lectura de Trapiello hube de preguntarme sobre la clase de tarea intelectual que iba a acometer. Acudí a la red y eché un vistazo a una serie de cosas sobre AT y sobre su obra; casi todo lo que pude ver me era familiar, aunque algunos detalles eran nuevos.

Hubo dos cosas que me llamaron la atención. Una de ellas, la leyenda sobre el carácter de enemigo del pueblo (literario, se entiende) que se atribuye a AT. Se refieren, sin duda, a ciertas formas de maledicencia, seguramente sinceras y adecuadas, que aparecen, de vez en cuando, en las páginas de su obra. Las que yo he visto me parecen divertidas y atinadas, además de suaves, pero no estoy seguro de que los afectados sientan lo mismo. Pensé, por un momento, si esta condición cotillil, por decirlo a la manera que también usa AT, pudiera ser uno de los motores de lectura de estos textos, más cercanos a lo clandestino que al best-seller, imagino. No lo creo, pero pudiera ser un aliciente que no haya que despreciar. De hecho uno de los amigos del autor, que aparece con frecuencia en el libro, me lo recomendó, supongo que sin querer, precisamente por eso, para ver lo que se decía de algunos conocidos comunes. En mi caso, el cotilleo me parece completamente irrelevante, porque lo que me gusta es la forma que tiene AT de transformar en texto reflexivo y cotidiano lo que pasa en su casa o en la calle, lo que también nos pasa a todos. Se trata, a mi modo de ver, de una lectura musical, aunque tal vez diga esto porque sea poco experto en música.

La segunda cosa que me llamó la atención en mis lecturas enredadas fue la afirmación de algún entusiasta de que esta obra será a nuestra época lo que fueron los Episodios Nacionales al XIX. Me parece una opinión enteramente equivocada, fuera de lugar. No creo que ni la intención, ni el estilo, ni la realidad que se relata tengan nada que ver con el mundo galdosiano. No entro a valorar lo que dirán nuestros nietos sobre el particular. Habrá, como es lógico, de todo. Pero si se impusiese una tesis similar a la que rechazo, habría que reconocer que Gelertner tiene mucha razón y que, si no se aprende a leer con el Talmud, apenas se sabe leer otra cosa que signos u órdenes, como, por ejemplo, cuando vemos un Stop. Me parece que AT puede hacer de Talmud y que algunos han leído a Galdós y a Trapiello como quien lee el código de la circulación.

Glamour digital

[leyendo a Galdós en mi estupendo Papyre]


Andrés Trapiello publica, desde hace ya bastantes años, un volumen anual con una especie de memorias. Soy devoto de esta lectura casi interminable. Trapiello es uno de los más expertos bibliófilos y tipógrafos que existen, además de novelista y escritor profesional. Esta mañana del recién estrenado  enero estaba leyendo Los hemisferios de Magdeburgo uno de los volúmenes, me parece que el que corresponde a 1995, de  su Salón de los pasos perdidos y me detuve ante su recuerdo de una mañana parisina en  el Mercado Brassens, una de esas librerías de viejo, o de no tan viejo, instaladas en un antiguo mercado. En ese momento he tenido la vivida impresión de que los que creemos en las inmensas posibilidades y en los enormes avances que en todos los terrenos traerá consigo la digitalización estamos inermes ante el tipo de retórica con la que se envuelve el trato con los libros de papel, con los libros. Creo que uno de los elementos cruciales de esa retórica tiene que ver con el aura de misterio y, por tanto, de descubrimiento, con el que se describe la relación con las inmensidades de libros tanto si están ordenados, en una biblioteca, como si están en el patético desorden de un viejo almacén. En esa retórica hay alusiones al desvelamiento, a la sabiduría, a la transgresión, a la intimidad con lo inverosímil, lo ignoto o lo sobrenatural. Nada que ver con el entusiasmo naif con el que se adornan las ventajas para la información que nos entrega el universo digital.

El papel se reserva a unos pocos, mientras que la red está abierta a todos: es como comparar una aristócrata rusa con una camarera del mid-west: no hay color. Y, sin embargo,… los que creemos en que la digitalización va a hacer posible algo infinitamente mejor deberíamos hacernos conscientes de que necesitamos que alguien empiece a trabajar en el glamour digital porque, de lo contrario, corremos el riesgo de abandonar este campo a tipos tan raros como los nerds,  o a gentes aún peores. Siempre ha pasado algo parecido con la ciencia y con la tecnología, que han tenido, generalmente, una mala imagen poética, tal vez con la excepción de los futuristas y de la SF, muy en decadencia, me temo. Es difícil luchar contra el prejuicio que otorga a lo antiguo (lo único muerto que huele bien, según la acertada expresión de Connolly) un plus de interés y de prestigio. Yo mismo que soy un amante entusiasta de los trenes prefiero, casi sin dame cuenta, la locomotora de vapor a esos veloces tranvías repletos de electrónica y un poco impersonales. Tenemos necesidad de poetas que descubran que la lectura digital tiene, para empezar, los mismos atractivos que el hojeo, además de otros muchos, de manera que pudiéramos decir, como Trapiello, “la felicidad, si existe en esta tierra, debe parecerse mucho a esto”.

[publicado en otro blog]